Fuimos juntos al colegio. En los recreos, jugábamos casi siempre en el mismo equipo de fútbol, pero cuando el azar nos alineaba frente a frente, parecía que el uno colaboraba con el otro para el mutuo lucimiento. En ajedrez, siempre que uno de los dos encontraba la jugada decisiva, y solía ser yo, retrocedíamos cuantos movimientos fueran necesarios hasta encontrar la última posición igualada.
Como muchos adolescentes, pasamos por esa fase en la que pensábamos que habíamos nacido para ser escritores. Los dos llevábamos un diario íntimo, y a veces nos los intercambiábamos y nos reíamos con lo que en ellos uno decía del otro. Palabras mayores eran las redacciones escolares. En aquel banco de pruebas de nuestra vocación literaria, él era el mejor de la clase, sin contestación, y yo quedaba siempre detrás, el mejor de los segundones.
Parecía que la escritura le surgía sin esfuerzo de su carácter tranquilo, como si cada vez que lo sorprendíamos abstraído en el patio, estuviera haciendo la digestión de las frases y los temas. En realidad, me debía mucho a mí. Poco había en sus escritos que no hubiera surgido antes entre nosotros, en una conversación a la hora del bocadillo, o en esos momentos mágicos de quedarnos a estudiar por las noches. Pero yo no se lo podía decir a nadie. Era algo que veía, que constataba, y que tenía que callar. Se hubiera tomado por envidia.
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Hace 5 años