Alma negra 3 (El libro del Buen Autor III)

(continuación de Alma negra 2)

El apartamentito resultó ser un ático en Gracia de setenta metros cuadrados más una terraza de treinta que duplicaba el espacioso salón. Nada de esto impresionó tanto a Marita como lo que encontró en el ordenador que había en una esquina del único dormitorio de la casa.
– Quiero uno de estos –dijo.
– ¿Tan bueno es el ordenador?
– ¿Qué..? No, es un cascajo, quiero un aparta-mento como éste.
– Y yo, pero aún no he publicado mis memorias.
– No Jimena, mira –me mostró unas ventanas que tenía abiertas de un programa que no me sonaba, pero que pronto entendí qué hacía, más o menos. Aún así me hice la tonta para que Marita me iluminara, como estaba deseando hacer.
– Con esta aplicación se controla la casa. Es un apartamento domótico, mira, todo está aquí –el icono de la ducha, las persianas, y la tele eran más aclaratorios que esa palabreja–. Puedes controlar cualquier chisme eléctrico: la tele, las persianas, el climatizador… –estuvo un rato pasando ventanas a toda velocidad– ¡Hasta puedes programar que te prepare un baño caliente!, y no hay ni que dejar el tapón de la bañera puesto, se cierra con una electroválvula.

Alma negra 2 (El libro del Buen Autor III)

(continuación de Alma negra 1)

La cita fue en el mismísimo cuartel general de Planeta, en la Diagonal. Era buena señal, estaban dispuestos a colaborar aunque hubiéramos perdido ya dos días. Me encontré con Carlos quince minutos antes en una cafetería cercana. Excusó a su amigo con poco convencimiento y pasó rápido a preguntarme por el caso. Como había poco que contar, le di un briefing solapado para que no me interfiriera con el cliente.
No me intimidan los despachos con grandes vis-tas y mesa de reuniones para doce, ni los clientes en-corbatados y embadurnados de pachulí. El editor de Alguersuari no era de ésos aparentemente, pero no me la iba a pegar con su look casual.
– Cándido Alguersuari no existe. Es un nombre falso, un seudónimo como dicen ustedes, y no entien-do porqué nos encargan averiguar lo que sin duda ya saben –estaba pelín enfadada, harta también de que aquel tipo me mirara las tetas.
El editor de Alguersuari encajó mi protesta con una sonrisa de prepotencia.
– Han dado en el clavo, lo reconozco. Lo que me gusta es la rapidez con la que lo han averiguado. ¿Me podría explicar cómo han llegado a esa conclusión?
Hice un resumen de nuestras pesquisas sin resul-tado, y concluí.
– Ahora dígame el nombre de la persona que te-nemos que buscar, si es que realmente es eso lo que les interesa.
– Bruno Delgado García. Y queremos que lo en-cuentren.
– ¿Puedo preguntar por qué usar un nombre fal-so? ¿Bruno Delgado no es comercial o algo así? –pregunté.
– El autor, su nombre, su biografía, todo forma parte del producto que vendemos. Él nos lo presentó así, y nosotros aceptamos.
– Y ahora contratan un investigador privado para averiguar lo que ustedes ya sabían. Discúlpeme, pero siento que me están pagando para dejar que me tomen el pelo –Carlos hacía ya un rato que temblaba en su silla.
– Les debo una explicación. –el editor hizo un giro de cabeza para incluir a Carlos en sus disculpas ritualizadas– El problema es que después de la desaparición de Cándido, de Bruno, ya no estamos seguros de nada. Nos dijo que era un seudónimo, pero nunca tuvimos claro si él, Bruno, era una persona interpuesta entre nosotros y el auténtico escritor, Cándido. Por eso nos tranquiliza que ustedes no hayan podido descubrir un hombre detrás del nombre, detrás del pseudónimo. Queremos encontrar a Bruno. Este es nuestro segundo objetivo, una vez que ustedes han cubierto el primero.

Alma negra 1 (El libro del Buen Autor III)

(continuación de Alma de Negro)

El encargo me llegó de rebote. Jaume, siempre Jaume, me llamó a deshora.
– Dime… –con el saludo se me escapó un boste-zo
– Jimena, guapa, soy yo, ¿te pillo durmiendo?
Le mentí, como siempre:
– No, no. Aún no. Dime.
– Oye, perdona la hora pero necesito que me hagas un último favor. Cosa de trabajo no pienses mal. Necesito que te encargues de un dossier. Nada, es cosa sencilla, pero estamos hasta arriba. ¿Tú puedes, no? – el cabrón bien sabía que sí.
– Pues no sé, tendría que mirar, ¿por qué no me llamas mañana a una hora decente?
– Necesito saberlo ya, tengo que colocarlo esta noche, es sencillo pero tiene que resolverse rápido.
– Vale, tráemelo mañana y hablamos.
– Yo no podré ir –por supuesto, querido–, te lo entregará Carlos, ¿vale?
– Como quieras – siempre como tú quieras.
– Ok, pues mañana a primera hora, te dejo que duermas.
Colgó antes de que pudiera decir adiós.

Alma de negro (El libro del Buen Autor II)

(continuación de Negro del Alma)

Fuimos juntos al colegio. Como muchos adolescentes, desarrollamos una torrencial vocación por la escritura que desaguaba en las páginas de un diario presuntamente secreto, pero escrito para ser exhibido. Alguna vez lo hicimos entre nosotros, y nos reíamos nerviosamente al vernos reflejado el uno en la mirada del otro. Palabras mayores eran las redacciones escolares. Se me daba bien aquel banco de pruebas del arte literario, y el profesor, que era nuestro referente, me premiaba con las mejores notas.
Escribir me resulta fácil. Yo no sueño o fantaseo de la misma manera que los demás. No me ausento, no me abandono, no dejo vagar la mente entre imágenes, escenas y pensamientos deslavazados. Yo compongo frases y párrafos, enhebro, hilo. Mi necesidad de arquitectura, de cohesión, es obsesiva, y quizás me viene de mi temprana afición al ajedrez, que me llevaba a resolver problemas, continuaciones y finales incluso en el más profundo de los sueños. Por eso, en la duermevela de una noche, mi mente crea formas literarias, ensarta metáforas, comparaciones y argumentos prolijos. He llegado a componer páginas completas en mi memoria durmiente, entre vuelta y vuelta de almohada desde las cuatro a las cinco de la madrugada. Páginas que no olvido, aunque tarde horas en ponerlas por escrito, pues en cuanto empiezo, todo el texto fluye con la necesidad de un orden lógico, apretado. La gloria de un texto es que cada palabra lleve a la siguiente, y que su encadenamiento sea tan exacto que la falta de una sola de ellas sea tan evidente como la pieza que deja incompleto un puzle.

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