Fundido en blanco (El libro del Buen Autor IV)

(continuación de Alma negra 6)

– Casandra es gilipollas.
– ¿Cómo?
– Supongo que se lo cree, todo lo que nos ha contado. O quizás quiere o quieren que dejemos la investigación ahí. Nos han utilizado para llegar hasta Bruno, nada más. Lo que quieren es estafarlo, hacer algo que él, por la razón que sea, no quiere hacer con su obra. Carlos, déjame el coche. Me voy a Libros. Quiero hablar con Bruno.
– ¿Sabes qué hora es?
– La hora de irse a la cama, que es seguramente en lo que tú estarás pensando. Y aún tenemos que pasar por el hotel a recoger el portátil.
– ¿Quieres que te acompañe?
– ¿Al hotel? Sí, te quedas con Marita y la llevas a cenar, que seguro que no le importará una segunda vez. O a otra cosa, lo que veáis. A Libros no. Quiero hablarle a solas. Y no sé cuánto tiempo durará la con-versación. Y no me mires así.
Yo misma no me reconocía en mi impulso. Y él supongo que veía en mí lo de siempre: que miraba a otro hombre y que no lo miraba a él más que como un brazo para salir a dar un paseo. Pero había leído algo, había leído apenas medio libro de Cándido Alguersua-ri; había palpado a Bruno, la persona física, y a su en-torno; y ahora veía lo que querían hacer con él. No me iba a quedar quieta.
Le agradecí a Carlos que se abstuviera de recor-darme a lo que me obligaba mi trabajo con la Agencia. Llevaría cuidado, pero no tenía otro plan que entrarle a Bruno con todo.
Marita no estaba en la habitación, no tuve que dar más explicaciones a nadie. Cogí el portátil con la cinta roja por la que se desangraba, le dejé una nota “me lo he llevado, cuida de Carlos”, y salí en dirección a Libros.

– Buenas noches.
– Buenas noches. Dios mío, qué sorpresa. Pensa-ba que se habían marchado del pueblo, las hubiera invitado a cenar.
– He vuelto. Yo sola. Quería hablar con usted Quiero devolverle su portátil, en primer lugar.
Y se lo alargué. Él lo cogió sin intentar aparen-tar que no lo reconocía como suyo. Me hizo pasar hacia la sala del sillón orejero. Bruno se sentó en él y me señaló el sofá.
– ¿Ulrica? –pregunté nada más sentarme.
– Está acostada. Estamos solos, si es eso lo que quiere usted saber.
– Sí. Y si me acepta usted una larga conversa-ción.
– usted dirá. Sobre la marcha.
– ¿Por qué nos ha tomado el pelo?
– ¿Por qué se hacían ustedes pasar por periodis-tas que no eran?
– ¿Tan mal lo hemos hecho?
– Un amigo mío trabaja en el Heraldo de Aragón.
– Ha estado usted soberbio –no lo decía porque pensara halagarle para facilitar la confidencia, sino porque lo pensaba así.
– Era fácil. Ustedes mismas marcaban el guión.
– ¿Sabe usted quiénes somos, más o menos?
– Más o menos.
– Se habrá reído usted mucho a nuestra costa.
– Sí, pero no de la forma que usted cree. Son us-tedes simpáticas. Es como si yo hubiera caído de pron-to entre un grupo de niños enfrascados en un juego, que me hubieran pedido que participara en él. ¿Por qué no? Me he divertido.
– Sólo queríamos saber quién es usted
– Pues ya me tiene, por falta de fotos no va a ser. Y les he contestado a todo lo que ustedes me han preguntado.
– Tiene razón. Somos nosotros los que no hemos preguntado bien. Nos manda la Editorial.
Calló. Tenía que echar todas las cartas sobre la mesa si quería ganármelo.
– Marita y yo somos investigadoras. Trabajamos para la Agencia Pinkerton.
– ¡Venga ya!
– Bueno, ahora la Pinkerton es la división de in-vestigación de Securitas AB, una agencia sueca de se-guridad. Una multinacional. Mire, ve.
Le enseñé mi carnet profesional, con el we never sleep alrededor del ojo.
– ¡Fantástico! ¿Por qué no empezaron por ahí? Nos hubiéramos divertido mucho más. Y trabajan pa-ra...
– Seix Barral, como seguro que usted ya suponía.
– ¿Y la otra chica, la de las fotos que hablaba so-la?
– Casandra pertenece al staff de Planeta. Nos la han impuesto como carabina para esta torpe visita.
– ¿Y qué quieren de mí?
¡Por fin!
– Lo que ellos quieren, quizás lo sabrá usted me-jor que yo, después de tantos años de cobrar nóminas de esa casa. A la Pinkerton nos han encargado encon-trar al escritor Cándido Alguersuari. Saber dónde está y por qué ha desaparecido del mundo. Y en esa pesqui-sa hemos dado con usted, Bruno Delgado. ¿Es usted Cándido Alguersuari, escritor de éxito, ganador del Premio Seix–Barral, autor de “Volcanes de hielo”, “La granja del Círculo Polar”, “La velocidad de los sueños”?
– ¡Qué más da!
– ¿Cómo lo consiguió? Sé que es usted un magnífico escritor, pero su entrada en escena fue por la puerta grande, publicó a la primera y a la segunda ya estaba en el top de ventas.
No contestó.
– ¿Por qué se escondió detrás de un seudónimo?
No contestó.
– ¿De qué se esconde, de qué huye, de qué tiene miedo? –Sabía que no me iba a contestar– Escúcheme: tengo ya mi informe para Seix Barral, avalado por la estúpida esa de Casandra. Estoy dispuesta, si usted quiere, a cambiarlo, a engañarles, a mentirles, a quitar y a poner lo que usted quiera. Pero después de dos semanas leyendo informes sobre usted, husmeando en las almohadas donde usted ha dormido, usted me quita el sueño. Quiero saber.
– ¿Y con qué derecho quiere usted husmear en una vida ajena?
– Con el mismo derecho que otro ser humano, con el mismo derecho que su hija, a la que no podrá negar usted saber quién es su padre –fue un arranque pasional, me salió así.
– ¿Y usted me concedería el mismo derecho si yo se lo pidiera?
Touché.
– Sí. Confío en usted a pesar de lo mucho que no sé.
– Vale. ¿Quiere una copa? ¿Coñac, whisky, gine-bra? Tengo también tónica y coca–cola.
– Tráigame lo que le parezca. Y tabaco, un ciga-rro, si tiene –me había enredado yo misma, pero estaba dispuesta a llegar hasta el final. Me apetecía fumar.
Volvió con un vaso largo de pacharán con hielo y un paquete de Marllboro. Me encendió un cigarro y dejó el paquete y el encendedor sobre la mesa.
– ¿No hay otro, un negro, un blanco, un sosias, alguien más, sea real o sea inventado por usted?
– ¡Oh, señor! No lo sé. Ha habido momentos en los que no me he reconocido a mí mismo. Pero si lo que quiere usted es saber si Cándido Alguersuari exis-te, le confirmo que no, que es un seudónimo. Creo, vamos. Todo lo que ha firmado Cándido Alguersuari lo he escrito yo, hasta la última y malhadada novela.
– ¿No tiene miedo que la Editorial quiera apro-piarse de la marca Cándido Alguersuari y contrate a un negro para continuar su obra?
– Capaces serían. Luego se llenan la boca defen-diendo los derechos de autor.
– Pero usted se lo ha puesto fácil, les ha dado la idea con las dos “confesiones” encontradas en el orde-nador del apartamento de la editorial.
– ¿Qué?
– ¿Las escribió usted?
– Sí
– Nosotros, los de la Pinkerton, las encontramos, a pesar de que la Editorial las había encontrado antes, y las había borrado.
– ¿Y qué interés puede tener Seix Barral en eli-minar esos divertimentos?
– Sospecho que apropiarse de la identidad de Cándido Alguersuari. Ya sabe, la Marca, el Autor. Us-ted se lo puso en bandeja, les enseñó cómo mantenerse detrás de las cortinas. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué las escribió?
– Porque me gusta escribir. ¿Por qué cree, si no?
– Me refiero a dejarlas allí.
– Las escribí. Luego, cuando decidí desaparecer, se me ocurrió que mirarían ahí, y las dejé. Una broma. Metaficción, le llaman, o algo así.
– ¿Por qué escribe?
– Siempre he escrito, desde pequeñito. Como tanta gente. Tenía el aplauso del profesor, pero yo no entendía por qué unas veces le gustaba algo y otras no. Y esa dependencia, ese escribir para el aplauso de una persona, me llegó a irritar. Así que seguí escribiendo, olvidándome del profesor. No voy a decir que escribiera para mí, pero siempre lo he hecho en secreto. Ha sido como un diario, solo que no pretendía reflejar mi día a día, sino construir una realidad diferente, argumentarla. Lo curioso es que, aunque no escribas para ser leído, siempre tienes un interlocutor en la cabeza, alguien al que te diriges: mi madre, mi hermana, algún amigo, el del Heraldo, ya sabe. Y Berta. Berta aprendió castellano hablando conmigo, leyendo mis cartas, haciendo el amor conmigo. Pero no leyó lo que escribía. Incluso cuando ellos no están contigo, los tienes en la mente, hablas con ellos. Seríamos incapaces de tener un pensamiento sin dirigirnos a otra persona. Somos ellos.
Aquello me recordó unos párrafos del dossier li-terario. Cándido Alguersuari construía siempre un personaje central que era el eco de otras personas per-didas. Sus tramas se desarrollaban siempre hacia atrás en la memoria.
– Su hermana... se refiere a la que murió en el accidente.
– A las dos. Pero sí, he citado a la que echaba en falta. Porque empecé a escribir compulsivamente des-pués de su muerte.
»Cuando ocurrió el accidente, Berta y yo nos acabábamos de trasladar a Trondheim. Hasta entonces habíamos vivido en Kristiansund, una especie de Vene-cia del Norte. Ya sabe que hay unas cuantas, pero ésta es la que tiene los azules más puros –los ojos se le lle-naban de nostalgia–. Berta había conseguido plaza en la Universidad de Trondheim, y yo me apañaba con clases particulares de castellano durante el invierno y acompañando guiris desde Bergen a Cabo Norte de mayo a septiembre. Cabo Norte, dios mío, no se le ocurra acercarse por allí si tiene el ánimo bajo, aunque le regalen una camiseta que ponga Nordkapp. Las Lofoten sí, vale la pena. Es como esta tierra de aquí, dura y solitaria, una exótica combinación de picachos nevados al lado del mar.
»Cuando murieron mi madre y mi hermana yo... no supe resolverlo con Berta. Tenía que sacar adelante mi familia, ella no quería vivir en España, tenía su trabajo en la facultad, yo no tenía nada que ofrecerle aquí. No sé, en realidad no sé por qué nos separamos. Si ella me hubiera dicho que estaba embarazada... Porque fue eso, ella quiso retenerme de esa manera, y lo hubiera conseguido. Pero en el último momento se arrepintió, pensó que sería algo que yo siempre le reprocharía. Ojalá me lo hubiese dicho. Porque ahora me arrepiento de haberla dejado.
Los ojos se le humedecieron. Respeté su silencio un tiempo prudencial. Así que toda la clave estaba allí, entre Kristiansund y Trondheim. Un hombre dividido entre dos apegos, el de la mujer y el de la familia, y entre dos tierras, Noruega y Libros.
– Volvió a España y trabajó como un negro, lo sé. Me sé de memoria toda su vida laboral, número de afiliado a la seguridad social, fechas de alta y baja en cada puesto de trabajo. Escribiendo como un poseso sus novelas.
– No hubiera podido aguantar aquellos seis o sie-te años sin refugiarme en ellas. No sé si son el produc-to de mi locura o me salvaron de ella. Escribía a las noches y escribía durante el día. Muchas páginas fue-ron emborronadas en servilletas de un McDonald, hasta que hice el hábito de llevar encima una libreta.
– ¿Nadie sabía que escribía? ¿No le dio por bus-car talleres o tertulias literarias?
– Ya le dije que siempre he ocultado que escribo.
– Pero al final, dio el pelotazo en Seix Barral. Para eso hay que presentarse, ¿no? ¿Cómo lo consiguió?
– Sí. Tenía las novelas escritas. Trabajaba en el grupo, conocía los entresijos y lo que no conocía me encargué de averiguarlo. Coloqué la primera novela en la mesa apropiada, y le dí un pequeño empujón.
– ¿De qué tipo?
– Me salté el primero de los filtros: un correo oportuno suplantando a la persona que hace de primer muro, que es el más difícil. Es curioso que la persona que me recomendó en primera lectura cree que lo hizo, cuando en realidad aquel informe favorable fue una falsificación, pero tan perfecta que engañó hasta al remitente cuando le respondieron. Lo demás ya fue mérito de la novela, si puede pensarse que eso existe o se puede apreciar.
Di un trago largo a mi pacharán, pensando en las mañas informáticas que había simulado no tener.
– ¿Le ayudó alguien?
– ¿Promete no decir nada?
– Ya lo prometí antes. Esto es una conversación entre usted y yo.
– Vuelva a prometérmelo.
– Lo prometo.
– Cándido.
– ¿Cándido? ¿El segurata?
– Sí. Cándido. Es mi amigo. Hay personas que aparentan más de lo que son, y personas que son mu-chas cosas más de lo que aparentan. Cándido es de éstas. Tiene habilidades muy especiales. Por ejemplo, sabía y me avisó de que Casandra venía para aquí. Bueno, le recuerdo lo que me ha prometido.
– Dios mío. ¿O sea que durante estos años el edi-tor suyo y los ejecutivos de la editorial se cruzaban todas las mañanas con Cándido Alguersuari, pero sólo se acordaban de Supercan o de Alguersuari. No, no lo diré. Les respeto mucho a los dos, aunque me gustaría ver la cara de esta gente si lo supieran.
– Bueno, esa gente no suele entrar por la puerta principal, sino que tiene acceso al garaje del edificio.
– ¿Y después?
– Después, esa novela llevó a la siguiente y a la siguiente.
– ¿Por qué se apartó de los focos?
– Al principio fue un poco borrachera. Estuve en un tris de dejarme atrapar por ese mundo. Lo necesita-ba, había entrado en él, pero no quería quedarme pe-gado a él, contaminado. Me aparté todo lo que pude, que no era mucho, porque si no aceptas colaborar en las labores de venta, tu obra se pudre en el almacén hasta que la encaminan a la guillotina, sin que puedas liberarla de las ataduras del contrato. Mi distancia-miento extrañó, pero se justificó después como una estupenda estrategia de marketing, la aureola de mis-terio para el Autor sin rostro.
»Y entonces sucedió que me llamó Berta. Se moría. Apenas le quedaban unos meses. Me fui con ella a Trondheim, después la acompañé a Oslo cuando ingresó en el Norwegian Radium Hospital. Fueron cinco meses. Conocí a Ulrica, mi hija. Berta convenció a sus padres para que no se opusieran a que ella viniera conmigo. Y cuando Berta...
Estaba llorando. Le cogí la mano.
– Y volviste decidido a desaparecer como escri-tor de éxito.
– No, antes de volver ya había fracasado, tenía mi cuarta novela en pruebas. Hasta entonces, yo había escrito para Berta, para mi madre y mi hermana. Para las personas que había perdido. La cuarta novela era la única que había escrito después de haber publicado la primera. Con ella intenté seguir montado en la rueda, pero ya no pude. Cuando volví de Oslo, me di cuenta de hasta qué punto me había calado el ambiente de las tertulias y las reseñas. Aunque físicamente no partici-para de los cócteles, los vinos y las almendritas, espiri-tualmente los había tomado como destinatarios de mis palabras. La novela ya estaba distribuida en librerías. Con Ulrica de la mano, yo simplemente desaparecí. Estoy aquí, a gusto. Con las personas que yo quiero, haciendo un trabajo que no me lleva mucho tiempo.
– ¿Volverás a escribir?
– No lo sé. Quizás como antes, a escondidas –señaló con el mentón el portátil– con ese sobre las piernas y un ojo en la puerta –estaba claro qué puerta estaba mirando.
Lo confirmó al preguntarme.
– ¿Hablaste con el señor Marsé? ¿Qué tal está?
– Sí, fui a la pensión. Es todo un personaje –sonrió–. Te echa de menos.
– Le debo una visita, cuando esto pase un poco le llevaré a Ulrica para que la conozca.
– Seguro que le hace ilusión.
Apuré el trago de pacharán, pensando que tocaba volver al hotel. Era tarde. Bruno se levantó, pensé que para despedirme.
– Bueno, ahora te toca a ti –cogió el vaso vacío– ¿otro de lo mismo?

Cuando regresé al hotel, a la mañana siguiente, vi a Carlos desayunando solo en la cafetería. Él tam-bién me vio y levantó la mano derecha a modo de saludo. Me senté a su lado y llamó al camarero. No me preguntó nada, tampoco se atrevía a mirarme fijamente. Tuve que cogerle de la barbilla, como a un niño, para que fijara sus ojos en los míos antes de sonreírle y darle un beso de buenos días.
– ¿Encontraste lo que buscabas? –preguntó al fin.
– Algo más. –Le enseñé un cd–rom que Bruno me dio al marcharme de su casa.
– ¿Qué hay ahí?
– La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
No le dije más. Sabía que podía confiar en él y no sólo por la expresión de niño perdido que hacía impo-sible que me sintiera por Carlos nada de lo que siem-pre anheló.

Yo ya había decidido antes de volver a Libros que habría dos informes: el destinado a la Editorial diciendo lo que ellos quieren, según las pautas de Ca-sandra; y el otro informe, éste, que llegué a creer que podría sobrevolar amenazante la azotea de Planeta, protegiendo así a Bruno. Pero, lo cierto es que todos lo creerán ficción, pura literatura. ¿Quién hará caso a las fantasías de una mediocre investigadora? Sería tan sencillo desacreditarme…
No, Bruno no necesita de mi protección, aunque este relato apoye el suyo propio. O más bien los suyos. El disco, que entregué discretamente a Lluis Arias al final de nuestra última reunión, contiene una copia de los archivos que intentaron borrar del apartamento de Gracia. Las confesiones que en dos coletazos de ratón llegarían a los medios de la competencia de forma sencilla, o que con un breve zumbido eléctrico se colaría en la edición digital y las mismísimas rotativas del suplemento dominical de La Razón.
Seix Barral dio por olvidado a Cándido Alguer-suari. De todos modos tenían una gran cartera de futuras promesas de las letras. Su premio se vendía año tras año sin perder fuerza. En realidad no habíamos derrotado, ni siquiera herido, a la Editorial. Pero Bruno Delgado García consiguió para su obra los lectores que tanto necesitaba y, para sí, una vida.



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Alma negra 6 (El libro del Buen Autor III)

(continuación de Alma negra 5)

Marita acabó con la batería del portátil en lo volvíamos al hotel, no le dio tiempo a encontrar nada. La ávida fotógrafa conducía con la mirada atenta al infinito, y un cigarrillo asomado por la ventanilla abierta. Ninguna dijo nada hasta que nos reunimos con Carlos en la cafetería del hotel. Lluis, el editor, estaba esperándonos también. Casandra me dejó a mí los honores de hacer un rápido resumen mientras nos servían.
– ¿Entonces es o no es él? –dijo Lluis.
– Nada indica que lo sea –tuve que reconocer.
– Bueno, aún tengo que echar un ojo a lo que haya aquí dentro –Marita levantó el portátil como un trofeo.
– No encontrarás nada –Casandra encendió otro cigarro– Como mucho, material de trabajo acumulado a lo largo de los años, pero nada literario que pueda relacionarlo con Alguersuari, si acaso algo de la última novela, pero lo dudo.
– Por bien que lo haya borrado seguro que en-cuentro algo, este es el portátil donde escribía en la pensión de Gavá ¿no? Algo tiene que haber, nadie es tan bueno que no deje algún rastro, porque me diréis vosotras que no creéis que él sea él. Todo encaja, las horas extra en casa las dedicaría a escribir, durante los viajes de negocio seguramente visitaba su refugio en la pensión de Marés ¿Y qué habría de hacer allí sino escribir?
– Sí, yo también creo que es posible que sea él –dije– pero ¿qué probabilidades tenemos de estar tra-tando con un economista, literato, con habilidades informáticas y además buen actor? Porque la actuación de hoy, de ser una farsa, ha sido espectacular.
– No, no ha sido una farsa, todo lo que nos han contado es cierto –sentenció Casandra.
– Perdona la pregunta, y por favor no te lo to-mes como un ataque –Carlos siempre tan diplomático–, pero ¿cómo lo sabes?
– Es mi parte de mi trabajo.
– ¿A saber? –no me resistí a agregar un gesto aburrido.
– Soy psicóloga clínica. He estudiado a Cándido Alguersuari desde que Lluis me comentó el caso, la desaparición de Bruno y los rumores que ya corrían por internet de que un posible negro estuviera detrás de las primeras obras de Cándido. Me leí las novelas, las tres primeras las devoré prácticamente, no me fue difícil crear un perfil del autor, un tic profesional odio-so la verdad. Sólo necesité leer un par de páginas del cuarto libro para saber que había sido escrito por otra persona.
– Sí, eso consta en el informe que os entregamos –confirmó Carlos
– Y en los foros sobre Cándido es también algo más que discutido –agregó Marita–, claro ahí los fans defienden el cambio de estilo como algo premeditado del autor.
– Y sin embargo cualquiera puede ver que hay más que un mero cambio de estilo. La personalidad subyacente en el, digamos, ciclo ártico no tienen nada que ver con el pedante, impostado Cándido Alguersuari final –dio una profunda calada–. Con todo y con esto, ciertos detalles ligan íntimamente ambos autores, una impronta que un imitador por bueno que fuera difícilmente conseguiría reflejar.
– ¿Cómo por ejemplo con las citas que recitaste? Porque eran eso las frases sin venir mucho a cuento que soltaste en casa de Bruno, ¿verdad? –Marita le cogió un cigarro, yo la fulminé con la mirada y me sacó la lengua.
– Sí, lo eran. Quería ver si las reconocía, si reac-cionaba de algún modo especial, pero no lo hizo, real-mente era como si no las hubiera escuchado nunca –Casandra le dio fuego– Pero a lo que iba. No se trata de lo literal del texto, más bien de lo que se evita.
– Sí, como en aquella película, ¿cómo era?, bueno da igual donde un tipo abrazaba a todo el mundo menos a la mujer de la que estaba enamorado para que no se le notara.
– Y lo hacía así más evidente –dijo Carlos para sí.
– Exacto, un imitador no evitaría ciertas pautas, uno malo las exageraría, uno bueno les daría un giro para que, aún no pareciéndolo se reconocieran. Pero ciertos rasgos íntimos de los primeros libros desapare-cen radicalmente en el último. Claro, son aspectos poco literales que incluso pueden llegar a pasar desapercibidos, pero que me dieron que pensar realmente estos textos estaban escritos por la misma persona y a la vez por personas distintas.
– ¿Cómo? –pregunté
– Se me ocurrió que Bruno Delgado podía sufrir un trastorno de identidad disociativa.
– ¿Personalidad múltiple?
– Hay realmente muy pocos casos documenta-dos, pero sí, podría ser la respuesta.
– ¿Pero cómo, se inventó su propio negro?
– Algo así. Por lo que sabemos de la vida de Bruno no debió pasarlo muy bien, en su obra el senti-miento soledad se respira en cada párrafo, el desampa-ro le va de la mano en un mundo vasto y duro. Los paisajes nórdicos no son más que una metáfora de su historia emocional, probablemente acudió a ellos tras la marcha de Berta, seguramente estuvo preparando un viaje de reencuentro con ella que tuvo que dejar de lado cuando su familia le necesitó. Creo que fue entonces cuando escribió las novelas, o al menos el cuerpo principal de las mismas, fue la válvula de escape que encontró. Con una doble función, ayudarle a sacar toda la frustración acumulada y además devolverle a la época en la que fue feliz con Berta, cumpliendo así unos sueños que sabía truncados para siempre.
Lluis nos miraba como diciendo “vaya repaso que os está dando mi mujer, so listillos”.
– ¿Y qué tiene que ver eso con la disociación, mucha gente escribe para evadirse y no acaba…, así?
– En el caso de Bruno parece que así fue. Tened en cuenta que la única esperanza que alguna vez tuvo se esfumó. Esta vida para él era una eterna renuncia o un continuo “No” impuesto desde fuera. Cuando es-cribía Bruno en realidad vivía otra vida, que seguía sin ser perfecta, pero aún mantenía algo de luz.
– El mágico destello de las auroras reflejado en sus ojos. –citó Carlos ensimismado.
– Deseaba y necesitaba tanto que esa vida fuera real que seguramente no reconociera como propia las novelas cuando las encontrara más tarde, ya en Barce-lona.

Un camarero se acercó a recoger educadamente las tazas vacías, y educadamente pedimos otro quinte-to de cafés con leche, al que Marita añadiría un crois-sant. Casandra continuó.
– En Barcelona todo era trabajo, lo que estaba bien porque le evitaba pensar en otras cosas. Se movió mucho, está claro que tenía un objetivo marcado y más o menos un plan para conseguirlo, a costa de horas de sueño. Y, sin embargo, ahí estarían esos folios, palpables o no, recordándole que en realidad eso no era lo que él quería para sí, que aún consiguiendo un puesto bien pagado que le permitiera mantener a su familia, luego estaría atado a él, que se estaba construyendo una hermosa jaula de la que no podría escapar. Necesitamos cierto atisbo de control, y el que Bruno tenía a través de su plan de carrera realmente lo impulsaba un deseo impuesto, sus decisiones estaban en cierto modo guiadas desde fuera. Llegado el momento, la única forma de sacarse esa contradicción de encima fue enajenando sus auténticas pasiones en otro, tal vez un amigo de la infancia real o imaginario, y convenciéndose de que la carrera que había llevado era fruto de sus decisiones.
El camarero llegó con los cafés, Lluis lo tomó sin azúcar y Carlos le pidió su azucarillo, Casandra encendió otro cigarro y ofreció a Marita que lo rechazó con un cuerno de croissant en la boca.
– ¿Y el financiero se separó del escritor, así sin más?
– En resumen sí, pero fue un proceso inconsciente, y esto es importante. Llegado el momento, el Bruno escritor y el Bruno oficinista eran dos personalidades independientes, capaces de interactuar con los demás por separado o entre sí en ausencia de tercero.
– Vamos, como en “El club de la lucha”.
– Algo así, sí.
– Ya, y el Bruno oficinista llegado el momento ¿convenció al Bruno escritor para que publicaran bajo el sello de Cándido Alguersuari?
– Algo así debió suceder.
– Pero aún así la cosa no cuadra. El Bruno de Li-bros sí se reconoce en el oficinista que fue, pero dijo no conocer a ningún Cándido Alguersuari, y pareció creíble.
– Sí, eso es lo más maravilloso de todo, creo que Bruno terminó creando una tercera identidad para Cándido Alguersuari.
– ¿Otra más, pero para qué?
– Supongo que esta vez el mecanismo fue más complejo. En algún momento, Bruno, tras la publica-ción de “Volcanes de Hielo” comenzó a hacer las paces con el mundo. Durante el año en que siguió ejerciendo como financiero en Seix Barral, antes de dimitir, ter-minó encontrando un equilibrio perdido, asumió el compromiso con la familia como algo propio o se gol-peó la cabeza al salir de un taxi, no sabría decir bien qué pasó, pero decidió volver a casa, tal vez simple-mente para darse una segunda oportunidad. Claro, Cándido ya había comenzado a saborear lo que estaba por venir y no le apeteció abandonar tan fácilmente teniendo aún en la recámara las dos mejores novelas del Bruno escritor. El primer año tras dimitir pudo mantener las apariencias ya que Cándido trabajaba a distancia. “La granja del círculo polar” aún no le exigía demasiado. Aún así se sacó dos cursos en uno, proba-blemente dormiría muy poco y esto no suele ayudar en este tipo de trastornos. Luego llegó el premio y la apoteosis de Alguersuari
– Lo que no entiendo es cómo nadie se dio cuen-ta –comenté sin querer interrumpir.
– Suponemos que el mundo sigue girando de no-che –dijo Carlos con una triste sonrisa–, si algo parece funcionar no miramos más allá, si todo encaja para qué preocuparse.
– Exacto –dijo Lluis, al que le había gustado esa alabanza de las apariencias.
– Exacto, sí –continuó Casandra–, y además Bruno, sin ser consciente de ello, se las ingeniaba para que cada grupo de relaciones en el que se movía obtu-viera una sensación de coherencia, que al poner en común se derrumba.
– Como los viajes de trabajo que le contaba al padre mientras volvía a la pensión de Gavá. Aunque bueno, en realidad si eran viajes y era para trabajar como Cándido, así que… –Marita se terminó el crois-sant.
– Sí, cosas así. Probablemente en esos viajes es-cribió el último libro, ya como Cándido Alguersuari, por eso tal vez encuentres algo en el portátil.
– ¿Y por qué no volvió el Bruno escritor?
– No lo sé, tal vez ya había dicho lo que tenía que decir en sus tres primeras novelas, seguramente escenificaría una discusión entre Cándido y Bruno para sí. Pero la cuarta novela es de la estrella mediática, de eso no me cabe duda. En realidad creo que la aparición de Ulrica dio forma tangible a lo que tanto tiempo había echado de menos, y el Bruno escritor se integró con el director de la cooperativa.
– Y cuando la cuarta novela fue un fracaso de crítica encontró la excusa perfecta para hacer desapa-recer a Alguersuari para siempre y dedicarse sólo a su vida real –concluí.
– Sí, algo así. Y una vez integradas las distintas personalidades fueron borradas de su recuerdo.
– ¿Tan fácil?
– Bueno, en realidad no, pero sin relaciones co-munes a las distintas entidades es lo más normal. Re-cuerda su periodo laboral en Barcelona, que es una realidad palpable y coherente con su vida actual. Lo demás, simplemente, le pasó a otros.
– Entonces, según parece, ustedes se han queda-do sin próximo best–seller –no pude evitar la maldad dirigiéndome a Lluis.
– Tranquila, hay algunos fragmentos de futuras novelas en mails, me han dicho que material suficiente con el que que nuestros colaboradores son capaces de componer uno o dos libros más bajo la marca Cándido Alguersuari –dijo Lluis.
– Él no va a reclamar nada, claro –dije.
– Mentalmente, está en las antípodas de Cándido Alguersuari.
– Y legalmente...
– Está estudiado. Tenemos los contratos, tene-mos los originales. No, nadie puede ejercer la acción de autoría en estos momentos.

Ninguno comentó nada más. Carlos fue a pagar los cafés. Casandra y su marido se marcharon al Para-dor o al infierno. Marita subió a ver si encontraba un cargador para el portátil. Yo seguí sentada, el puzle parecería completo, pero seguía viendo piezas de dis-tintos juegos. Estaba el tema del dinero pero, en fin, el caso parecía cerrado.
Carlos volvió guardando el tique en la cartera, me ofreció la mano para ayudarme a levantarme, lo hice, me colgué de su brazo, y le pedí que me llevara a dar un paseo.



(finalizará en Fundido en blanco)


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Alma negra 5 (El libro del Buen Autor III)

(continuación de Alma negra 4)

Carlos se encargó de organizar el viaje. Marita insistió en acompañarnos, supongo que también le comía la curiosidad por conocer a Bruno Alguersuari. Nos hospedamos en Teruel un día antes del que Carlos había concertado con él. El plan era de lo más sencillote, hacernos pasar por periodistas de Heraldo de Aragón realizando un reportaje sobre cómo estaba afectando la crisis al campo. Marita apostaba a que no se lo iba a tragar. La verdad es que resultaba un poco simple, pero tampoco haría falta mucho más para saber si era o no Cándido Alguersuari, o eso nos dijo Carlos.
Cuando salimos del hotel hacia Libros nos en-contramos con una sorpresa. Casandra nos esperaba en la puerta al volante de un Porsche Cayenne, aunque afortunadamente vestida no de tal. Dijo que vendría con nosotros, que necesitaba observar las reacciones de Bruno. Éramos demasiados. Carlos le pasó las cámaras de fotos a Casandra y le preguntó si sabía usarlas. Casandra asintió.
– Bueno, le hago una llamada al Bruno dis-culpándome de no poder ir, y que le van tres mujeres.
– Menudo madrugón –le dije a Casandra sin mu-chos miramientos– Lo menos habrás salido de Barce-lona a las seis de la mañana.
– No. Llegamos anoche, Lluis y yo. Nos hospe-damos en el Parador.
– ¿Lluis Arias? –dijo Carlos. Era el editor de Al-guersuari.
– Hay una presentación esta tarde en la Casa de Cultura de otro de los autores que él lleva, y hemos aprovechado para venir juntos.
Subimos las tres al Porsche y dejamos a Carlos en tierra, aprovechando con el portátil para ponerse al día con el trabajo atrasado de la oficina.

Acerca de la prostitución del mensaje

El siguiente vídeo de Daft Punk puede tomarse como crítica al sistema de producción 24x7x52, donde los ciclos de compra/uso/desecho no paran, gracias a la tecnología.



Buy it, use it, break it, fix it,
Trash it, change it, mail - upgrade it,
Charge it, pawn it, zoom it, press it,
Snap it, work it, quick - erase it...

Resulta una pegadiza sátira del sistema. Aunque curiosamente esta misma canción fue comprada para realizar este anuncio siguiente, donde finalmente se toma de manera literal la voz que te dice lo que tienes que hacer, en principio reforzando la crítica al sistema robótico de producción/consumo donde el humano es una máquina más que hace su función. ¿La escapatoria? Más consumo. Finalmente un mensaje que podría tomarse como anti-sistema es dado la vuelta y se convierte en pro-sistema, a cambio, suponemos, del pertinente pago. Tal vez la intención de estos Punks tampoco fuera tan revolucionaria, claro, y están en su derecho de venderse al mejor postor.



Alma negra 4 (El libro del Buen Autor III)

(continuación de Alma negra 3)

Se me olvidó avisar a Carlos de que Marita asis-tiría a la reunión con el editor. La cara del guarda de seguridad que controlaba los tornos era una mezcla de desagrado por la sorpresa y de desesperada paciencia ante una informalidad que debía ser bastante habitual. Tenía los pases listos para dos visitas, así que tuvimos que esperar a que preparara otro en lo que bajaba al-guien a recibirnos y confirmar que Marita podría pa-sar. Se excusó con que las normas eran muy estrictas. Poco después llegó la secretaria que ya conocíamos, le cambiamos los carnets de identidad por tres pases y pudimos subir sin más problema. Por el camino nos comentó aburrida que desde hacía unos años la para-noia con la seguridad era una lata diaria. Marita le dio cuerda:
– Y no es para menos. Aunque hoy día donde habría que poner los seguratas es en internet, y no en las puertas de los edificios.
– Aquí están en los dos lados. El acceso a inter-net se ha restringido a las páginas del grupo y al por-tal del empleado. Y el correo... –la secretaria calló, como si se diera cuenta de que había hablado demasiado.
– ¿Se controla?
– Hombre, oficialmente no. Pero se pasó una circular advirtiendo que solo debía usarse para asuntos de trabajo, y no creo que fuera para quedarse en eso nada más. No sé, no entiendo de esas cosas.

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