Fundido en blanco (El libro del Buen Autor IV)

(continuación de Alma negra 6)

– Casandra es gilipollas.
– ¿Cómo?
– Supongo que se lo cree, todo lo que nos ha contado. O quizás quiere o quieren que dejemos la investigación ahí. Nos han utilizado para llegar hasta Bruno, nada más. Lo que quieren es estafarlo, hacer algo que él, por la razón que sea, no quiere hacer con su obra. Carlos, déjame el coche. Me voy a Libros. Quiero hablar con Bruno.
– ¿Sabes qué hora es?
– La hora de irse a la cama, que es seguramente en lo que tú estarás pensando. Y aún tenemos que pasar por el hotel a recoger el portátil.
– ¿Quieres que te acompañe?
– ¿Al hotel? Sí, te quedas con Marita y la llevas a cenar, que seguro que no le importará una segunda vez. O a otra cosa, lo que veáis. A Libros no. Quiero hablarle a solas. Y no sé cuánto tiempo durará la con-versación. Y no me mires así.
Yo misma no me reconocía en mi impulso. Y él supongo que veía en mí lo de siempre: que miraba a otro hombre y que no lo miraba a él más que como un brazo para salir a dar un paseo. Pero había leído algo, había leído apenas medio libro de Cándido Alguersua-ri; había palpado a Bruno, la persona física, y a su en-torno; y ahora veía lo que querían hacer con él. No me iba a quedar quieta.
Le agradecí a Carlos que se abstuviera de recor-darme a lo que me obligaba mi trabajo con la Agencia. Llevaría cuidado, pero no tenía otro plan que entrarle a Bruno con todo.
Marita no estaba en la habitación, no tuve que dar más explicaciones a nadie. Cogí el portátil con la cinta roja por la que se desangraba, le dejé una nota “me lo he llevado, cuida de Carlos”, y salí en dirección a Libros.

– Buenas noches.
– Buenas noches. Dios mío, qué sorpresa. Pensa-ba que se habían marchado del pueblo, las hubiera invitado a cenar.
– He vuelto. Yo sola. Quería hablar con usted Quiero devolverle su portátil, en primer lugar.
Y se lo alargué. Él lo cogió sin intentar aparen-tar que no lo reconocía como suyo. Me hizo pasar hacia la sala del sillón orejero. Bruno se sentó en él y me señaló el sofá.
– ¿Ulrica? –pregunté nada más sentarme.
– Está acostada. Estamos solos, si es eso lo que quiere usted saber.
– Sí. Y si me acepta usted una larga conversa-ción.
– usted dirá. Sobre la marcha.
– ¿Por qué nos ha tomado el pelo?
– ¿Por qué se hacían ustedes pasar por periodis-tas que no eran?
– ¿Tan mal lo hemos hecho?
– Un amigo mío trabaja en el Heraldo de Aragón.
– Ha estado usted soberbio –no lo decía porque pensara halagarle para facilitar la confidencia, sino porque lo pensaba así.
– Era fácil. Ustedes mismas marcaban el guión.
– ¿Sabe usted quiénes somos, más o menos?
– Más o menos.
– Se habrá reído usted mucho a nuestra costa.
– Sí, pero no de la forma que usted cree. Son us-tedes simpáticas. Es como si yo hubiera caído de pron-to entre un grupo de niños enfrascados en un juego, que me hubieran pedido que participara en él. ¿Por qué no? Me he divertido.
– Sólo queríamos saber quién es usted
– Pues ya me tiene, por falta de fotos no va a ser. Y les he contestado a todo lo que ustedes me han preguntado.
– Tiene razón. Somos nosotros los que no hemos preguntado bien. Nos manda la Editorial.
Calló. Tenía que echar todas las cartas sobre la mesa si quería ganármelo.
– Marita y yo somos investigadoras. Trabajamos para la Agencia Pinkerton.
– ¡Venga ya!
– Bueno, ahora la Pinkerton es la división de in-vestigación de Securitas AB, una agencia sueca de se-guridad. Una multinacional. Mire, ve.
Le enseñé mi carnet profesional, con el we never sleep alrededor del ojo.
– ¡Fantástico! ¿Por qué no empezaron por ahí? Nos hubiéramos divertido mucho más. Y trabajan pa-ra...
– Seix Barral, como seguro que usted ya suponía.
– ¿Y la otra chica, la de las fotos que hablaba so-la?
– Casandra pertenece al staff de Planeta. Nos la han impuesto como carabina para esta torpe visita.
– ¿Y qué quieren de mí?
¡Por fin!
– Lo que ellos quieren, quizás lo sabrá usted me-jor que yo, después de tantos años de cobrar nóminas de esa casa. A la Pinkerton nos han encargado encon-trar al escritor Cándido Alguersuari. Saber dónde está y por qué ha desaparecido del mundo. Y en esa pesqui-sa hemos dado con usted, Bruno Delgado. ¿Es usted Cándido Alguersuari, escritor de éxito, ganador del Premio Seix–Barral, autor de “Volcanes de hielo”, “La granja del Círculo Polar”, “La velocidad de los sueños”?
– ¡Qué más da!
– ¿Cómo lo consiguió? Sé que es usted un magnífico escritor, pero su entrada en escena fue por la puerta grande, publicó a la primera y a la segunda ya estaba en el top de ventas.
No contestó.
– ¿Por qué se escondió detrás de un seudónimo?
No contestó.
– ¿De qué se esconde, de qué huye, de qué tiene miedo? –Sabía que no me iba a contestar– Escúcheme: tengo ya mi informe para Seix Barral, avalado por la estúpida esa de Casandra. Estoy dispuesta, si usted quiere, a cambiarlo, a engañarles, a mentirles, a quitar y a poner lo que usted quiera. Pero después de dos semanas leyendo informes sobre usted, husmeando en las almohadas donde usted ha dormido, usted me quita el sueño. Quiero saber.
– ¿Y con qué derecho quiere usted husmear en una vida ajena?
– Con el mismo derecho que otro ser humano, con el mismo derecho que su hija, a la que no podrá negar usted saber quién es su padre –fue un arranque pasional, me salió así.
– ¿Y usted me concedería el mismo derecho si yo se lo pidiera?
Touché.
– Sí. Confío en usted a pesar de lo mucho que no sé.
– Vale. ¿Quiere una copa? ¿Coñac, whisky, gine-bra? Tengo también tónica y coca–cola.
– Tráigame lo que le parezca. Y tabaco, un ciga-rro, si tiene –me había enredado yo misma, pero estaba dispuesta a llegar hasta el final. Me apetecía fumar.
Volvió con un vaso largo de pacharán con hielo y un paquete de Marllboro. Me encendió un cigarro y dejó el paquete y el encendedor sobre la mesa.
– ¿No hay otro, un negro, un blanco, un sosias, alguien más, sea real o sea inventado por usted?
– ¡Oh, señor! No lo sé. Ha habido momentos en los que no me he reconocido a mí mismo. Pero si lo que quiere usted es saber si Cándido Alguersuari exis-te, le confirmo que no, que es un seudónimo. Creo, vamos. Todo lo que ha firmado Cándido Alguersuari lo he escrito yo, hasta la última y malhadada novela.
– ¿No tiene miedo que la Editorial quiera apro-piarse de la marca Cándido Alguersuari y contrate a un negro para continuar su obra?
– Capaces serían. Luego se llenan la boca defen-diendo los derechos de autor.
– Pero usted se lo ha puesto fácil, les ha dado la idea con las dos “confesiones” encontradas en el orde-nador del apartamento de la editorial.
– ¿Qué?
– ¿Las escribió usted?
– Sí
– Nosotros, los de la Pinkerton, las encontramos, a pesar de que la Editorial las había encontrado antes, y las había borrado.
– ¿Y qué interés puede tener Seix Barral en eli-minar esos divertimentos?
– Sospecho que apropiarse de la identidad de Cándido Alguersuari. Ya sabe, la Marca, el Autor. Us-ted se lo puso en bandeja, les enseñó cómo mantenerse detrás de las cortinas. ¿Por qué lo hizo? ¿Por qué las escribió?
– Porque me gusta escribir. ¿Por qué cree, si no?
– Me refiero a dejarlas allí.
– Las escribí. Luego, cuando decidí desaparecer, se me ocurrió que mirarían ahí, y las dejé. Una broma. Metaficción, le llaman, o algo así.
– ¿Por qué escribe?
– Siempre he escrito, desde pequeñito. Como tanta gente. Tenía el aplauso del profesor, pero yo no entendía por qué unas veces le gustaba algo y otras no. Y esa dependencia, ese escribir para el aplauso de una persona, me llegó a irritar. Así que seguí escribiendo, olvidándome del profesor. No voy a decir que escribiera para mí, pero siempre lo he hecho en secreto. Ha sido como un diario, solo que no pretendía reflejar mi día a día, sino construir una realidad diferente, argumentarla. Lo curioso es que, aunque no escribas para ser leído, siempre tienes un interlocutor en la cabeza, alguien al que te diriges: mi madre, mi hermana, algún amigo, el del Heraldo, ya sabe. Y Berta. Berta aprendió castellano hablando conmigo, leyendo mis cartas, haciendo el amor conmigo. Pero no leyó lo que escribía. Incluso cuando ellos no están contigo, los tienes en la mente, hablas con ellos. Seríamos incapaces de tener un pensamiento sin dirigirnos a otra persona. Somos ellos.
Aquello me recordó unos párrafos del dossier li-terario. Cándido Alguersuari construía siempre un personaje central que era el eco de otras personas per-didas. Sus tramas se desarrollaban siempre hacia atrás en la memoria.
– Su hermana... se refiere a la que murió en el accidente.
– A las dos. Pero sí, he citado a la que echaba en falta. Porque empecé a escribir compulsivamente des-pués de su muerte.
»Cuando ocurrió el accidente, Berta y yo nos acabábamos de trasladar a Trondheim. Hasta entonces habíamos vivido en Kristiansund, una especie de Vene-cia del Norte. Ya sabe que hay unas cuantas, pero ésta es la que tiene los azules más puros –los ojos se le lle-naban de nostalgia–. Berta había conseguido plaza en la Universidad de Trondheim, y yo me apañaba con clases particulares de castellano durante el invierno y acompañando guiris desde Bergen a Cabo Norte de mayo a septiembre. Cabo Norte, dios mío, no se le ocurra acercarse por allí si tiene el ánimo bajo, aunque le regalen una camiseta que ponga Nordkapp. Las Lofoten sí, vale la pena. Es como esta tierra de aquí, dura y solitaria, una exótica combinación de picachos nevados al lado del mar.
»Cuando murieron mi madre y mi hermana yo... no supe resolverlo con Berta. Tenía que sacar adelante mi familia, ella no quería vivir en España, tenía su trabajo en la facultad, yo no tenía nada que ofrecerle aquí. No sé, en realidad no sé por qué nos separamos. Si ella me hubiera dicho que estaba embarazada... Porque fue eso, ella quiso retenerme de esa manera, y lo hubiera conseguido. Pero en el último momento se arrepintió, pensó que sería algo que yo siempre le reprocharía. Ojalá me lo hubiese dicho. Porque ahora me arrepiento de haberla dejado.
Los ojos se le humedecieron. Respeté su silencio un tiempo prudencial. Así que toda la clave estaba allí, entre Kristiansund y Trondheim. Un hombre dividido entre dos apegos, el de la mujer y el de la familia, y entre dos tierras, Noruega y Libros.
– Volvió a España y trabajó como un negro, lo sé. Me sé de memoria toda su vida laboral, número de afiliado a la seguridad social, fechas de alta y baja en cada puesto de trabajo. Escribiendo como un poseso sus novelas.
– No hubiera podido aguantar aquellos seis o sie-te años sin refugiarme en ellas. No sé si son el produc-to de mi locura o me salvaron de ella. Escribía a las noches y escribía durante el día. Muchas páginas fue-ron emborronadas en servilletas de un McDonald, hasta que hice el hábito de llevar encima una libreta.
– ¿Nadie sabía que escribía? ¿No le dio por bus-car talleres o tertulias literarias?
– Ya le dije que siempre he ocultado que escribo.
– Pero al final, dio el pelotazo en Seix Barral. Para eso hay que presentarse, ¿no? ¿Cómo lo consiguió?
– Sí. Tenía las novelas escritas. Trabajaba en el grupo, conocía los entresijos y lo que no conocía me encargué de averiguarlo. Coloqué la primera novela en la mesa apropiada, y le dí un pequeño empujón.
– ¿De qué tipo?
– Me salté el primero de los filtros: un correo oportuno suplantando a la persona que hace de primer muro, que es el más difícil. Es curioso que la persona que me recomendó en primera lectura cree que lo hizo, cuando en realidad aquel informe favorable fue una falsificación, pero tan perfecta que engañó hasta al remitente cuando le respondieron. Lo demás ya fue mérito de la novela, si puede pensarse que eso existe o se puede apreciar.
Di un trago largo a mi pacharán, pensando en las mañas informáticas que había simulado no tener.
– ¿Le ayudó alguien?
– ¿Promete no decir nada?
– Ya lo prometí antes. Esto es una conversación entre usted y yo.
– Vuelva a prometérmelo.
– Lo prometo.
– Cándido.
– ¿Cándido? ¿El segurata?
– Sí. Cándido. Es mi amigo. Hay personas que aparentan más de lo que son, y personas que son mu-chas cosas más de lo que aparentan. Cándido es de éstas. Tiene habilidades muy especiales. Por ejemplo, sabía y me avisó de que Casandra venía para aquí. Bueno, le recuerdo lo que me ha prometido.
– Dios mío. ¿O sea que durante estos años el edi-tor suyo y los ejecutivos de la editorial se cruzaban todas las mañanas con Cándido Alguersuari, pero sólo se acordaban de Supercan o de Alguersuari. No, no lo diré. Les respeto mucho a los dos, aunque me gustaría ver la cara de esta gente si lo supieran.
– Bueno, esa gente no suele entrar por la puerta principal, sino que tiene acceso al garaje del edificio.
– ¿Y después?
– Después, esa novela llevó a la siguiente y a la siguiente.
– ¿Por qué se apartó de los focos?
– Al principio fue un poco borrachera. Estuve en un tris de dejarme atrapar por ese mundo. Lo necesita-ba, había entrado en él, pero no quería quedarme pe-gado a él, contaminado. Me aparté todo lo que pude, que no era mucho, porque si no aceptas colaborar en las labores de venta, tu obra se pudre en el almacén hasta que la encaminan a la guillotina, sin que puedas liberarla de las ataduras del contrato. Mi distancia-miento extrañó, pero se justificó después como una estupenda estrategia de marketing, la aureola de mis-terio para el Autor sin rostro.
»Y entonces sucedió que me llamó Berta. Se moría. Apenas le quedaban unos meses. Me fui con ella a Trondheim, después la acompañé a Oslo cuando ingresó en el Norwegian Radium Hospital. Fueron cinco meses. Conocí a Ulrica, mi hija. Berta convenció a sus padres para que no se opusieran a que ella viniera conmigo. Y cuando Berta...
Estaba llorando. Le cogí la mano.
– Y volviste decidido a desaparecer como escri-tor de éxito.
– No, antes de volver ya había fracasado, tenía mi cuarta novela en pruebas. Hasta entonces, yo había escrito para Berta, para mi madre y mi hermana. Para las personas que había perdido. La cuarta novela era la única que había escrito después de haber publicado la primera. Con ella intenté seguir montado en la rueda, pero ya no pude. Cuando volví de Oslo, me di cuenta de hasta qué punto me había calado el ambiente de las tertulias y las reseñas. Aunque físicamente no partici-para de los cócteles, los vinos y las almendritas, espiri-tualmente los había tomado como destinatarios de mis palabras. La novela ya estaba distribuida en librerías. Con Ulrica de la mano, yo simplemente desaparecí. Estoy aquí, a gusto. Con las personas que yo quiero, haciendo un trabajo que no me lleva mucho tiempo.
– ¿Volverás a escribir?
– No lo sé. Quizás como antes, a escondidas –señaló con el mentón el portátil– con ese sobre las piernas y un ojo en la puerta –estaba claro qué puerta estaba mirando.
Lo confirmó al preguntarme.
– ¿Hablaste con el señor Marsé? ¿Qué tal está?
– Sí, fui a la pensión. Es todo un personaje –sonrió–. Te echa de menos.
– Le debo una visita, cuando esto pase un poco le llevaré a Ulrica para que la conozca.
– Seguro que le hace ilusión.
Apuré el trago de pacharán, pensando que tocaba volver al hotel. Era tarde. Bruno se levantó, pensé que para despedirme.
– Bueno, ahora te toca a ti –cogió el vaso vacío– ¿otro de lo mismo?

Cuando regresé al hotel, a la mañana siguiente, vi a Carlos desayunando solo en la cafetería. Él tam-bién me vio y levantó la mano derecha a modo de saludo. Me senté a su lado y llamó al camarero. No me preguntó nada, tampoco se atrevía a mirarme fijamente. Tuve que cogerle de la barbilla, como a un niño, para que fijara sus ojos en los míos antes de sonreírle y darle un beso de buenos días.
– ¿Encontraste lo que buscabas? –preguntó al fin.
– Algo más. –Le enseñé un cd–rom que Bruno me dio al marcharme de su casa.
– ¿Qué hay ahí?
– La verdad, toda la verdad y nada más que la verdad.
No le dije más. Sabía que podía confiar en él y no sólo por la expresión de niño perdido que hacía impo-sible que me sintiera por Carlos nada de lo que siem-pre anheló.

Yo ya había decidido antes de volver a Libros que habría dos informes: el destinado a la Editorial diciendo lo que ellos quieren, según las pautas de Ca-sandra; y el otro informe, éste, que llegué a creer que podría sobrevolar amenazante la azotea de Planeta, protegiendo así a Bruno. Pero, lo cierto es que todos lo creerán ficción, pura literatura. ¿Quién hará caso a las fantasías de una mediocre investigadora? Sería tan sencillo desacreditarme…
No, Bruno no necesita de mi protección, aunque este relato apoye el suyo propio. O más bien los suyos. El disco, que entregué discretamente a Lluis Arias al final de nuestra última reunión, contiene una copia de los archivos que intentaron borrar del apartamento de Gracia. Las confesiones que en dos coletazos de ratón llegarían a los medios de la competencia de forma sencilla, o que con un breve zumbido eléctrico se colaría en la edición digital y las mismísimas rotativas del suplemento dominical de La Razón.
Seix Barral dio por olvidado a Cándido Alguer-suari. De todos modos tenían una gran cartera de futuras promesas de las letras. Su premio se vendía año tras año sin perder fuerza. En realidad no habíamos derrotado, ni siquiera herido, a la Editorial. Pero Bruno Delgado García consiguió para su obra los lectores que tanto necesitaba y, para sí, una vida.



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