Fedra y el monstruo multicolor. (Rfa-3.0.0)

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Irisado según se acomoden en torno suyo los rayos del sol, o de la luna, o el débil brillo de las lejanas estrellas o de velas. En noches cerradas, o lugares velados, diríase desvanecido, pues al atenuarse la luz se atenúa, y al desaparecer ésta desaparece, y puedes moverte por el espacio que antes ocupaba que nada molesta. Mas ahí permanece. Luego, al suspirar el pedernal, pasar la nube, golpear el rayo o romper el alba, tan pronto el mínimo fulgor regresa, los destellos multicolor vuelven a delatar su posición allá donde se moviera para no estorbar, o allá de donde nunca se fue. Ni aún los de vista más audaz aciertan a poder describir su verdadero aspecto, pues el aura que lo envuelve vela su intuido ser, siendo siempre tan esquivo al tacto como cuando no puede ser observado.

Los niños disfrutan jugando a cazarlo, los jóvenes comparan su belleza con la de sus pasiones, los ancianos buscan consuelo en el flujo de sus tonalidades. Para la mayoría no es más que una masa de luz que se contonea al céfiro, errando por los bosques, campos de labor y aldeas. Como los ríos, las lluvias, las nevadas, la brisa que remonta el valle, o los vientos exiliados de la Cresta de Fierro. Se mueve indiferente, sin más ley aparente que la de no entorpecer, acercarse ni dejar que se le acerquen. Quien lo ve no puede por menos que reconocer su belleza, quien se aproxima es testigo del confortable calor de su aliento, quien intenta atraparlo siempre fracasa. Perder es parte del juego cuando eres un niño risueño, pero condena de frustrante desesperación para quien intentó desvelar el misterio.


Yo…, estuve tan cerca…, y tan lejos…, siempre tan lejos.


Yo fui uno de esos críos que aún hoy corren escandalosos tras su estela. De esos pequeños que mienten contando que en tal o cual ocasión, junto al río o a la vuelta de una roca, lo vieron en su verdadera forma. De esos que se rodean de todo el misterio que conocen, mientras los demás esperan expectantes el fantástico relato del encuentro. De esos que, traicionados por su propia excitación, terminan riendo una vez descubierto el embuste. De esos que crecen y olvidan los inocentes juegos, para descubrir otros con la urgencia que la sangre impone de repente. De esos que, abrumados por las dudas de lo de fuera, comienzan a buscar respuestas buscando entre lo de dentro. De esos que deben decidir si serán valientes o cobardes, para el resto de sus días, al reclamar su primer beso.

Yo no tuve que elegir. Fedra eligió por mí cuando la acompañé hasta su casa tras la fiesta de la cosecha, donde no bailé con ninguna otra, ni miré a ninguna otra, ni respiré por ninguna otra. Fedra se colgó de mi brazo y dejó que sus versos se elevaran por mi hombro, como si descendieran. Entonces tropezó. El movimiento de la caída me precipitó sobre sus labios que se abrazaron a mis labios. Dulce y cálida, Fedra se separó despacio y corrió hacia su casa. Se detuvo antes de salvar la puerta, se volvió y, con una reverencia, dijo: “Buenas noches mi señor”. Yo no dudé entonces que sería suyo por siempre y volví corriendo a la granja de mis padres por el camino más largo. Y así, cansado, dejé de rememorar para soñar mi futuro junto a Fedra.


Lo vi…, aquella noche lo vi…, junto a mi cama.


Me despertó de madrugada con su fulgor. La puerta de mi cuarto estaba cerrada, también las ventanas. ¿Cómo había entrado? Las cortinas impedirían que me molestara el alba. Todo era negrura. ¿Qué luz reflejaba? Deambuló por la habitación llenándola con su calor, tan acogedor como el calor de Fedra, cerré los ojos para invocarla y volví a tenerla entre mis brazos. A la mañana siguiente desperté con la sensación de que todo había sido un sueño. Pero no todo lo había sido. El baile con Fedra, el paseo hasta su casa, su canto, su beso, su abrazo, su encomienda, debieron ser reales. Y lo demás careció ya de importancia. Y preparar la granja para pasar el invierno nunca fue una tarea tan liviana. Y bajar a la aldea a cumplir los mil recados de mi padre nunca fue tan deseado.

Cada pesado viaje se compensaba al ver a Fedra en su qué hacer, o asomada a la balconada, o esperando remolona para sonreírme al pasar junto a su puerta, o sentada a la sombra de la higuera donde nadie me vería acercarme y entregarle furtivo unas flores silvestres. No teníamos por qué, pero decidimos guardar secreto. Nadie sabía que nuestros casuales encuentros públicos eran acordados en privado. Nadie, salvo la higuera y él, al que más de una vez sorprendimos compitiendo con nuestros propios destellos en las cortas tardes de aquel breve otoño. Al final, nos amábamos embebidos de luz, compartiendo nuestro calor con el suyo. Él también nos buscaba. Irisaba el ocaso en espirales rosadas girando a nuestro alrededor. Nos protegía del viento que apenas mecía las hojas de los árboles cercanos cuando bailaba para Fedra y para mí.


Yo… vi su rostro, y Fedra… Fedra también lo vio.


Agonizaba Noviembre. De la Cresta de Fierro descendía un invierno racheado. Pronto los caminos quedarían cubiertos por las nieves y no volvería a ver a Fedra hasta la primavera. Así, aprovechaba cada momento libre para ir a su encuentro, y ella venir al mío, siempre ocultos a los ojos de un siglo irreal y ajeno. Comenzamos a ganarle vida a la oscuridad. Por las noches, la pequeña llama de una vela se imponía a los vientos. Él no necesitaba más luz para acomodar nuestro deseo, creando una burbuja de tiempo donde éramos libres de ser como siempre quisimos, como nunca más fuimos, capaces de vivir nuestro sueño entre espirales de azules, verdes y amarillos, o de naranjas, rojos y violetas. Y reíamos y él zascandileaba, y alzábamos los brazos y él se acercaba, y nos amábamos y él nos amaba.

Los días de anciano que arrastro, me dicen que no fueron muchos aquellos que pasé a su lado. Pero entonces, cada eternidad nacida de los pechos de Fedra se sucedía con una yerma eternidad sin ella. El tiempo, exiliado del diálogo de nuestros cuerpos, se interponía perezoso después entre ambos. Y ver los colores en danza, estando Fedra lejos, me traía, al igual que ahora, la paz del recuerdo y, solamente entonces, la anticipación del deseo satisfecho. Pero los días pasaban y una noche, la última noche, la ventisca nos salió al paso. Él nos envolvió con su calor y color, protegiéndonos del hielo mientras nuestras bocas se añoraban ya antes de desligar el primer beso, barruntando que nunca más se encontrarían tras aquél encuentro. Tal vez él lo supo, tal vez por eso mostró su faz apenas un instante.


Tal vez…, tal vez fue un sueño… Sólo un sueño.


Cesaron los vientos, se fundió la nieve, durmió el frío en la montaña, renacieron las flores, cantaron los pájaros, se abrieron los caminos, pero no llegó la primavera. Fedra no estaba en su casa, ni la vi asomada a la balconada, ni remolona esperándome junto a la puerta, ni sentada a la sombra de la higuera donde la esperaban nuevos ramilletes. Mientras la aldea renacía con el nuevo sol, Fedra se había ido y nadie parecía extrañar su ausencia. No se mentaba su nombre en su casa, que rondé intrigado. Ni entre las comadres que repasaban vicios y virtudes de todas las demás jóvenes casaderas de la aldea. A nadie me atreví a preguntar, pues nadie parecía querer saber nada. A él lo vi como siempre, huyendo de críos y velando a otros enamorados o solazando corazones de viejos cansados.

Él, que me visitó durante el invierno las noches que soñé con Fedra, debía saber dónde estaba. Me propuse capturarlo, amarrarlo y hacerle decir, si es que hablaba, dónde podría encontrarla. Pero huera fue la caza. Lo seguí por valles y bosques, por aldeas y por montañas. Pero nunca vino otra vez a mí, sino que apenas lograba seguirlo en pos de otros con los que jugaba. Le tendí trampas que eludía, jugué con luz y oscuridad que esquivaba. Frustración e ira. Convencí a otros para que me ayudaran. Nada. Cien años de pesares se grabaron en mi rostro. Cien años de desdichas por el recuerdo de Fedra. Cien años de lágrimas calladas. Hasta que me rendí en un banco junto a otro anciano que también lo observaba. “No puede asirse, sólo disfrutarse”, confirmó. “¿Y después, qué?”, pregunté. “Solamente recordarla”.


Y ahora conozco su nombre... y que Fedra nunca existió.

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