Llamamiento al proletariado literario

El valor comercial de una obra no es su valor cultural. Me remito a la famosa distinción marxista entre valor de uso y valor de cambio.

La industria cultural comercializa soportes. Su poder deviene de ahí, de su capacidad de movilizar papel, imprenta, furgonetas de reparto.... Los contenidos los aportamos los autores. Pero los seleccionan y gestionan los editores, por su capacidad de controlar la totalidad del proceso.

Hasta ahora, no era posible la existencia del contenido sin el soporte, ni la del soporte sin contenido alguno. Paradojas sobradamente constatadas: que una obra puede tener un gran valor literario, y no alcanzar valor comercial alguno si no se une a un soporte -papel, libro- que permita su comercialización. O lo contrario: que la industria cultural promocione y difunda obras de dudoso valor en papel couché y tapa dura.

La industria cultural pretende hacer pasar su defensa del valor de cambio como defensa del valor de uso, quiere contrabandear la defensa de sus intereses comerciales como defensa de la obra cultural. Nosotros argumentamos que, desde el momento en que la obra literaria se ha independizado del soporte papel, los intereses comerciales son una traba para los intereses culturales. Se oponen tanto al interés del autor por difundir su obra, como al interés del lector por tener posibilidad de acceso a cualquier obra.

Y se oponen porque la industria cultural no puede comercializar su producto sin apoyarse en una doble restricción al uso y difusión de la obra cultural: restricción sobre el mercado al que se dirige (público) y restricción sobre el mercado del que se abastece/compra (los autores).

Primera restricción. Los derechos de autor protegen la comercialización, creando un ámbito de restricción para la difusión de la obra en virtud del cual nadie, salvo la editorial que detenta los derechos de autor, puede imprimir, reimprimir, copiar o fotocopiar la obra protegida. Incluso, desde hace algún tiempo, hasta el préstamo en las bibliotecas públicas. Aviso a navegantes: lo que la industria pretenderá es el canon por lectura, como el cine o el fútbol en la televisión de pago. Ese es su objetivo.

Segunda restricción. La industria cultural, en la medida en que es monopolista y concentra en la práctica la intermediación cultural, crea otro ámbito de restricción hacia el autor, hacia la oferta. Porque la industria cultural nos tiene a sus puertas mendigando que nos publiquen. Porque cuando se decide a "probar" a uno de nosotros, le ofrece un contrato leonino, lo tomas o lo dejas, para que vendas tus "derechos de autor" por el plato de lentejas de una publicación inmediata, que es por lo que suspiras. La editorial escrutará, con una primera y pequeña edición de prueba, si puedes dar beneficios. Y si piensa o decide que sí, promocionará tu obra. Y para cuando esos derechos de autor empiecen a ser rentables, tu vida estará en el último tercio, y la editorial empezando a forrarse contigo, y con los 80/70 años posteriores a tu muerte. (Si eres escritor novel con más de cincuenta años, abandona toda esperanza de publicar: la industria cultural nunca apostará por ti, aunque escribas el Quijote, como Cervantes, a los 58 años)

Lamentablemente, entre esa masa de escritores que formamos el ejército de reserva de la industria cultural, hay muchas voces que amparan, disculpan o justifican este estado de cosas.

Es comprensible que la industria cultural, CEDRO y SGAE mediante, reclute para la defensa ideológica de sus intereses a algunos de los autores PUBLICADOS y beneficiados por el sistema cuasimonopolista .

Que la defensa de los intereses de la industria la promuevan los perjudicados por la industria, como nosotros, solo es achacable a falta de conciencia de la situación real y contaminación ideológica por parte de la clase dominante. Falta de conciencia de clase. Explicable en la medida en que hasta ahora no hemos tenido ni voz ni posibilidad de escucharnos entre nosotros. Todos los canales de comunicación y debate han estado siempre en manos de la industria cultural. Es ahora, con internet, cuando podemos tomar conciencia de nosotros mismos.

Somos el proletariado de la industria cultural.
Somos el mar lleno de peces donde ellos pescan.
No defendamos un sistema que nos discrimina, basado en la arbitrariedad y el azar, cuando ya es posible otro sistema.


No nos dejemos engatusar por la melodía de los "derechos de autor". Son sus derechos, no los nuestros. Porque -no nos engañemos- en todas las épocas y lugares, la mayoría de los creadores se han ganado la vida siempre con ingresos al margen de los "derechos de autor". Como conferenciantes, periodistas, catedráticos, redactando artículos para una revista taurina, escribiendo banalidades en un suplemento semanal, tertulianos, correctores... Todos. Todos, incluso los publicados y famosos y los incorporados al CANON DE LA INDUSTRIA CULTURAL (que es el único canon que hay, pero es bueno recordar que el canon lo han hecho ellos).

La aparición de los soportes electrónicos nos da la oportunidad de poner patas arriba la industria cultural atacando sus derechos de comercialización. Nos da ocasión de poner en pie de igualdad la obra publicada y la no publicada, la seleccionada por Planeta y sus satélites o cualquier otro monopolio, y la seleccionada -esperemos- por el público.

Hemos de organizarnos en grupos -talleres literarios- que promuevan la creación literaria. Porque ofertar obras de calidad es el primer paso para combatir la clase cultural dominante.

Nuestros grupos deben promover canales y plataformas de distribución de nuestras obras. Internet lo hace técnicamente posible. El libro electrónico es nuestro futuro.

Talleres literarios y canales de distribución para hacer realidad una oferta literaria alternativa, de auténtica calidad y fácilmente identificable y accesible por el público.

Pero no es suficiente. La industria cultural seguirá conservando el prestigio residual de decenios de literatura en papel. Desembarcarán en internet, y tratarán de montar sus negocios de intermediación en el formato electrónico.

Por eso, Pierre Menard propone potenciar y fomentar la circulación electrónica gratuita de todo el corpus literario que ya es de derecho público. Oponernos a toda reglamentación que encuabiertamente pretenda restringir el acceso a las obras liberadas. Y renunciar a los derechos de autor de nuestras obras, también. Para que a nadie le resulte rentable organizar tinglados de intermediación a lo Planeta, pero con formato digital. Para que el lector pueda elegir entre pagar seis euros por una novela de Lucia Etxebarria, o ningún precio por La señora Dalloway (a partir de 2011, ya que Virginia Woolf murió en 1941). ¿Qué libro comprariais?

Y a los más convencidos, a los auténticamente entregados a la causa, Pierre Menard pide y ofrece el máximo sacrificio: renunciar a la autoría.

Porque la vanidad de la Autoría es el becerro de oro con el que la industria cultural corrompe nuestras almas. No basta renunciar a los derechos de autor. Hay que abominar de todo culto a la personalidad. Negaremos nuestros nombres para negar que los nombres funcionen como vacas sagradas. Para que el mundo entienda que cada obra vale por sí misma; que las palabras valen lo que dicen, no quien las firma; y que todos los nombres construidos a base de mercadotecnia son, de entrada, sospechosos de impostura.

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