O la importancia de ser o no ser previsible. En sismología, serlo. Y no serlo al narrar. El lastre de lo repetitivo, de lo ya leído o visto. La importancia de ser original, novedoso.
No hace falta decir cómo cambia el impacto, el interés que prestamos a lo que nos cuentan, por el número de terremotos a que hemos asistido desde nuestra butaca. Y esa actitud nuestra se proyecta sobre el mensajero, que exagera la truculencia compitiendo con otros mensajeros por captar nuestra atención. Llega un momento en que a la audiencia, al lector y al espectador, le parece obscena la curiosidad de la cámara regodeándose en las imágenes más crudas, aunque todo ello no sea más que un eco de su propia curiosidad. Tanto es así que llegamos a sospechar que el rescate de ese niño, de esa mujer, ha sido demorado lo suficiente para conseguir que los reporteros de televisión asistan en directo al evento. Que si no hubiera cámaras no habría rescatadores, como si todo fuera una colusión entre el periodista ávido de noticias y la estrategia de comunicación de esa ONG “sin fronteras”, ávida de publicidad también para maximizar sus ingresos en cuenta corriente por donativos.
¿Qué nos ocurre para que lleguemos a esta perversión de la interpretación? Somos espectadores y lectores resabiados, insensibilizados, y leemos “más allá” del primer, segundo y tercer plano de significación, en busca de los sesgos y las intenciones más sutiles. No es culpa nuestra. ¿Es culpa del escritor, del periodista? No del todo. Es la estructura de la comunicación. Su abundancia, su inmediatez. Su concentración y globalización (uno a muchos, muchísimos). Lo efervescente y espumoso de todo lo que se cuenta-relata-narra en nuestros días.
Para desengrasar de este empacho comunicativo, rescatamos aquí este otro relato de un desastre natural.
El domingo de Pentecostés, 8 de Junio de 1783, alrededor de media mañana, con tiempo claro y calmo, una columna negra de arena apareció al norte de las montañas próximas a las granjas de la parte de Sioa. La nube era tan extensa que en muy breve tiempo cubrió toda Sioa y parte de Fljoshverf también, y tan espesa que sumió en la oscuridad el interior de las casas y cubrió la tierra con un manto en el que se marcaban las pisadas.
Entonces comenzó la tierra a levantarse, gimiendo con el ruido del viento desde sus profundidades, abriéndose, partiéndose en dos, rasgándose y despedazándose, como si un animal enloquecido la desgarrara desde su interior. Llamas y fuego brotaron de cada una de las lomas que se habían levantado. Grandes bloques de piedra y trozos de pradera fueron arrojados hasta una altura indescriptible en el aire, una y otra vez, con enorme estrépito, erupciones de fuego y chorros de arena, humo y gases. ¡Oh, qué aterrador fue contemplar tales muestras y manifestaciones de la cólera de Dios!
Esta cita pertenece al libro Los Fuegos de la Tierra, del reverendo Jon Steingrimsson. Nos resulta naif, original, por la descontextualización del que escribe, su retórica bíblica y apocalíptica, respecto del que recibe. Ese es todo el truco. Decir lo mismo, de manera diferente. La misma historia, con otras palabras y otro decorado.
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