Joan Báez Vs López de Arriortua, o de las certeras Casandras del siglo XX


Joan Baez recorre España. Sesenta y nueve años de hermoso, nostálgico pelo canoso. Joan, necesitas una buena causa que devuelva la lozanía a tu cuerpo. ¿Dónde está Vietnam? ¿Dónde está Rosa Parks, dónde la marcha sobre Washington, dónde Woodstock?

Para aquellos a los que su nombre no traiga los ecos de El Preso número nueve o de Sacco e Vanzetti, recordaremos que su madre fue una profesora de literatura y y su padre un físico co-inventor del microcospio de rayos X, que se nego a trabajar en el proyecto Manhattan y a colaborar con la industria armamentística. Pareja de Bob Dylan.
Joan Báez nació el 9 de enero de 1941.

Ignacio López de Arriortúa nació el 18 de enero de 1941 en Amorebieta (Vizcaya). Ingeniero Industrial. Por sus dotes como organizador del trabajo, la compañía Firestone lo fichó en 1972 para su planta de Basauri, donde sus planes de implantación de los métodos Bedaux soliviantaron al personal. Una huelga de las de entonces, mítica. 1972: Franco aún no había muerto.

We shall overcome.



Bedaux es un sistema de retribución salarial basado en incentivos a la productividad. La historia del movimiento obrero está llena de luchas contra estos sistemas de productividad, todos con una característica común: incremento general de los ritmos de trabajo a cambio de un aumento marginal y no proporcional de las retribuciones.

We shall overcome.

We shall overcome, cantábamos en 1972. Felipe González ejercía de abogado laboralista ayudando a los trabajadores de Firestone. We shall overcome, Franco murió, Felipe González llegó al Gobierno y López de Arriortúa triunfó. En 1980 López de Arriortúa dio el salto a la industria del automóvil: General Motors. Diez años después era un mito de la cultura industrial. López de Arriortúa pedía a sus “colaboradores” que llevaran el reloj en la mano derecha, para que no olvidaran su condición de “warriors”. Cultura de ejecutivos, cultura del máximo esfuerzo, retribuida con generosos salarios y bonus según resultados. La palabra de entonces era “yuppies”.

Y los yuppies desplazaban a los hippies. Joan Baez. Muchachos de pelo largo desafiando el corte militar que gastaban sus padres. En las mujeres, cabellera suelta frente a complicadas permanentes de peluquería; ingles y sobacos sin depilar; huelga de sujetadores. Tolerancia, igualdad, respeto a las diferencias. Vivir del aire, viajar con mochila, exaltación de lo lúdico y lo placentero. Rechazo de todas las ideologías represivas, autoritarias. No a la guerra, no al trabajo. Hippies.

Entre 1993 y 1998 López de Arriortúa fue noticia continuada en los periódicos a raíz de su fichaje como estrella por el grupo automovilístico Volkswagen, y de la guerra abierta en torno a él por General Motors-Opel. Su gran éxito no fue otro que subcontratar la explotación, extender sus métodos de gestión desde el ámbito de la fábrica hasta el de los proveedores, encadenándolos al cliente. Términos como just-in-time dejaron de ser jerga de organización industrial para impregnar la vida de los millones de trabajadores de la industria automovilística. Producir, productividad, disciplina, organización, método, calidad, valor añadido, piezas, piezas, piezas.

El 8 de enero de 1998, un día antes del cumpleaños de Joan Báez, la vida frenética de López de Arriortúa se estampa en forma de Audi 80 contra un camión francés cargado de piezas para la Renault de Valladolid en una carretera de Burgos. Just in time. Tras cuarenta dias amnésico y tres meses hospitalizado, López de Arriortúa se retira a su caserío de Busturi, dedicándose a lo placentero, a lo lúdico, a su huerto y a realizar injertos en luna llena, sin joder, suponemos, a nadie más.

López de Arriortúa se merecía una balada de Joan Báez o de Bob Dylan, entre el sarcasmo y la ternura. Pero no. En realidad ha sido él, su gente, la que ha ganado la partida a los hippies. El mundo está lleno de coches, producidos con el máximo stress para todos los que forman parte de su cadena, y consumidos aceleradamente por todos los demás. Decía López de Arriortúa:
“Para incentivar al trabajador al desafío y no se duerma ni relaje, hay que provocar crisis creativas.”
Crisis creativas.

Una visión simplista nos diría que algunos de los valores hippies también han triunfado: la cultura del ocio y del disfrute, del amor libre y la libertad. En realidad, “casi” ha sido así. Los ingenieros como López de Arriortúa han creado las condiciones para que la utopía hippie sea posible. Si el incremento de la productividad obtenido por todos los López de Arriortúa se hubiera trasladado directamente y en su totalidad a una reducción de la jornada de trabajo, deberíamos hablar no de las tímidas 35 horas francesas, sino de una sociedad en la que el esfuerzo del lunes por la mañana bastaría para satisfacer las necesidades de toda la semana. La vida podría ser un Woodstock perpetúo, un happening permanente.

En lugar de eso, la vida en las sociedades opulentas es un columpio cotidiano entre el tiempo de trabajo bajo la férula de los López de Arriortúa y un tiempo donde podemos ser libres, pero que en términos efectivos está gobernado por los estímulos para el consumo. El hombre sigue sometido a la compulsión del trabajo, a pesar de que su trabajo es más productivo que nunca. Morimos de éxito. La abundancia es un problema económico, y le ponemos remedio con la obsolescencia acelerada, el consumo pantagruélico y la destrucción planificada. A nadie extraña oír decir que una cosecha abundante es una ruina para los agricultores. Que un terremoto, unas inundaciones o una guerra reactivará la economía. Que el abaratamiento de la vivienda es la causa de que se hunda la economía española y mundial. Que si consiguiéramos el milagro de la teletransportación ocurriría el caos en la industria aeronaútica y automovilística. Que la difusión de las obras sin coste, por la magia de la electrónica y de internet, pone en peligro muchos puestos de trabajo de la industria cultural. Y que nada favorecería más a nuestras editoriales y discográficas que la destrucción masiva de libros y cds, y el borrado inapelable de .mp3 y .pdf

El sistema se perpetúa a sí mismo, el sistema no construye fábricas de 24x7x52 para mantenerlas ociosas la mayor parte del tiempo. El derroche es inherente a un sistema productivo cuyo éxito pone en peligro su propia continuidad.

Lo sorprendente es que lo ha conseguido sin resistencia. Ha deglutido no solo a los movimientos revolucionarios de viejo cuño, al movimiento obrero socialista, anarquista y comunista, sino a aquel movimiento hippie y de Nueva Izquierda, que denunciaba lúcidamente el dislate entre la abundancia posible y la represión presente. Hay más libertad que nunca, y menos oposición y protesta que nunca.

Somos Un mundo feliz. Nuestro soma es una mixtura en la que entra Beyoncé, la industria del entretenimiento y la publicidad. La vida de las personas tiene dos partes, como los columpios. Una de ellas se consume en los centros de trabajo con arreglo a las técnicas represivas de siempre -horario, disciplina, esfuerzo- que la persona ha hecho suyas. La otra parte se dedica a la satisfacción instintiva a través del consumo. Todo lo que tiene que ver con el sexo tiene valor comercial. El sexo impregna las relaciones públicas y de trabajo, el ocio y el negocio, la producción y circulación de mercancías. El individuo se somete y la protesta se apaga. Es un columpio, porque pasamos cíclicamente de una a otra fase, pero también porque cada una de ellas necesita a la otra: trabajamos para consumir, y consumimos para tener trabajo. Vivimos como adolescentes disciplinados a los que se da rienda suelta desde las cinco o las ocho de la tarde hasta las siete o las nueve de la mañana del día siguiente, y desde el viernes a la tarde a la mañana del lunes.

Citemos al último en desgañitarse para advertirnos de esta locura:
“el poder (que hoy día se identifica más bien con el mercado económico y no con el Estado) utiliza la estimulación, la seducción y la suscitación de nuevas necesidades y deseos.”


Aún así, como en Un mundo feliz, las personas nos empeñamos tercamente en ser infelices. El viejo refrán debe ser actualizado: el consumo no da la felicidad. El sistema tiene tal capacidad de asimilación que convierte el sufrimiento y la desgracia, que deberían ser un motivo de reflexión y una oportunidad para la lucidez, en un nuevo estímulo al consumo en beneficio de la industria farmaceútica que tan bien nos ha protegido de la gripe A:
“Treinta millones de estadounidenses a los que se les ha diagnosticado depresión en cualquiera de sus grados se gastan cada año más de 10.000 millones de dólares en antidepresivos y ansiolíticos.”

También como en Un mundo feliz, el papel de las personas en la reproducción ideológica ha sido asumido por las máquinas. Todo lo que puedan decir los padres, los educadores, los personajes de autoridad, los compañeros de clase o de trabajo, para establecer lo que es bueno o lo que es malo, es complementado, contradicho o suplantado por un equivalente de la hipnopedia colectiva: los medios omnipresentes. Así se reproducen y transmiten los valores del sistema: retribución de los instintos en el tiempo de descanso, incluso en su forma más burda, a cambio de trabajo compulsivo. La persona tiene espacio y oportunidades para desarrollarse y ser libre, pero el sistema hace todo lo que puede para mantenerla en el estadio adolescente.

Desublimación represiva que decía Marcuse. Ya lo profetizaron a través de distopías a principios del siglo pasado. Nada se opone al sistema, que se reproduce y crece, crece y crece sin límites.

¡Sin límites! ¿Sin límites? Sí, lo hay, y es de color verde catastrófico...


Ya basta. No somos ensayistas, ni activistas políticos. Joan, cántanos algo para que pillemos el tono.

Por nuestra parte haremos causa del anonimato como forma de reaccionar contra la mixtificación de valores por parte de los mercaderes de la literatura, y bandera de la gratuidad ante la abducción de la creación literaria por un sistema que convierte en mercancía todo lo que toca dando lugar a una doble distorsión.

Desde el lado del lector, que antes de serlo ha de activar su rol de consumidor-comprador, las obras no se aprecian tanto por su valor intrínseco como por la Marca subyacente, la combinación Sello Editorial más Nombre del Autor. Nada que no sepamos, pero que tiene su correlato penoso desde el lado del escribidor: la vanidad como señuelo, motivo o aliciente para la escritura, en lugar del genuino deseo de contar.

Pero claro, así como sería difícil hasta para el más humilde de los santos librarse del reproche de que se mueve por orgullo y no por amor a Dios o a los pobres, también resulta difícil no ver en nuestro seudónimo colectivo la envoltura de un ego. Técnicamente, además, resulta imposible escamotear al sujeto del implícito (yo digo) que hay en toda comunicación. Salvo que consiguiéramos la hazaña de Pierre Menard: escribir lo que ya tiene autoría.

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