Como muchos adolescentes, pasamos por esa fase en la que pensábamos que habíamos nacido para ser escritores. Los dos llevábamos un diario íntimo, y a veces nos los intercambiábamos y nos reíamos con lo que en ellos uno decía del otro. Palabras mayores eran las redacciones escolares. En aquel banco de pruebas de nuestra vocación literaria, él era el mejor de la clase, sin contestación, y yo quedaba siempre detrás, el mejor de los segundones.
Parecía que la escritura le surgía sin esfuerzo de su carácter tranquilo, como si cada vez que lo sorprendíamos abstraído en el patio, estuviera haciendo la digestión de las frases y los temas. En realidad, me debía mucho a mí. Poco había en sus escritos que no hubiera surgido antes entre nosotros, en una conversación a la hora del bocadillo, o en esos momentos mágicos de quedarnos a estudiar por las noches. Pero yo no se lo podía decir a nadie. Era algo que veía, que constataba, y que tenía que callar. Se hubiera tomado por envidia.
Alguna vez que se lo insinué, me ofreció intercambiar nuestras redacciones antes de entregarlas. Decía que no le importaba ganar, qué disfrutaba simplemente escribiendo. Difícil de entender aquello que también decía, que se conformaba con que otros lo leyeran. Ninguno de la clase leía la redacción de los demás, ni siquiera la del ganador. Todo el mundo se quedaba con su puntuación, un cuatro, un cinco o un seis, frente al ocho o el nueve del triunfador. O el diez, que más de una vez lo sacó. Una redacción se escribe para que el profesor te la puntúe.
Una vez acepté su propuesta de intercambiar las redacciones. Ocurrió lo esperado: la presentada con mi nombre, ganó. El profesor me felicitó delante de toda la clase, pero en su tono de voz, en sus palabras, había algo que pudiera ser sorpresa por ver a mi amigo en el lugar de los segundones y perdedores, o también sospecha, ya que le constaba nuestra amistad.
Después del colegio nos perdimos de vista. Yo hice un máster en Marketing y Administración de Empresas, y me coloqué en Richmond Publishing, una empresa del Grupo Prisa. Al cabo de diez años, he llegado a Director Financiero de Ítaca, otra de las empresas del Grupo. Todo este tiempo he estado sin saber de él, aunque por conocidos comunes sabía que seguía escribiendo, sin ninguna suerte. Yo también había conservado el rescoldo de escribir. Ya se sabe, algunos relatos, ochenta páginas de una novela que no acaba de arrancar. Si me hubiera empeñado con todas mis fuerzas, mi trabajo me proporcionaba algún contacto con la periferia del mundo literario. Pero no lo hice, me centré en lo práctico, mi carrera profesional.
Me lo encontré un día que yo salía de la sede de Alfaguara, en Torrelaguna, 60. Habíamos tenido por la mañana una reunión de responsables de distribución del grupo Santillana. Yo me escabullía de otra más de esas comidas de trabajo tan indigestas. Salía, por tanto, sólo, y con cierta prisa de llegar al coche, cuando me dí de bruces con él, que subía los dos escalones de la entrada y se aprestaba a cruzar el pórtico de diseño que da acceso al edificio. Interrumpí su mirada errante entre tanta planta acristalada y la heráldica empresarial de neón y plástico con la que en esos sitios se pretende impresionar al visitante. Él llevaba un paquete de copistería tan pesado que el asa de la bolsa de plástico le estaba lastimando la mano. Me dio un pálpito de lo que era y del propósito que le llevaba hasta allí, y eso me hizo inmediatamente consciente de mi superioridad ante él, de la impresión que tenía que haberle causado verme salir de aquel santuario de la industria editorial.
El vestía vaquero y cazadora. Yo corbata, como siempre. Tomamos un largo café, nos contamos mutuamente la vida –los dos casados, los dos sin hijos, los dos separados–, recordamos nuestras partidas de ajedrez, nuestras redacciones escolares. Salió a relucir mi trabajo. Cuando se dio cuenta de la frecuencia con la que yo frecuentaba Torrelaguna, 60, se le cortocircuitó la mente. Él había venido en metro, cargado con su paquete, y la estación más cercana en la Avenida de la Paz queda a sus buenos veinte minutos andando. Acudía entre fatigado y esperanzado, entre humilde y satisfecho, a presentar en persona su novela al Premio Alfaguara. Tal y cómo había adivinado.
O sus novelas. Nada menos que tres. Muy mal debía andar de dinero, para cargar con tanto peso por ahorrarse los diez o doce euros del paquete postal. No quise preguntar cómo se ganaba la vida: resultaba indecoroso.
Hablamos de sus ambiciones literarias. Cuando deslicé en la conversación otros detalles de mi trabajo que evidenciaban lo introducido que estaba en el sector editorial, aquello fue como hacer estallar doscientas toneladas de goma-2 en la base de una presa hidráulica de bóveda. Él quería publicar como fuera, a cualquier precio. Había una rabia interior, una desesperación por que otras personas leyeran su obra, y se volcaba hacia mí como firme y providencial signo del destino.
Me fue fácil convencerle para que dejara sus novelas a mi cargo. Yo las entregaría por él. Nos despedimos allí mismo, teléfonos mediante.
Aquel fin de semana lo flipé leyendo sus novelas. No cabía duda, en los diez largos años transcurridos, se había aplicado.
Dediqué una semana a madurar mi plan. Me puse al día en toda la legislación sobre derechos de autor. Consulté el Registro de la Propiedad Intelectual, Safe Creative: Bruno no había registrado nada. Puse al día mis contactos en las editoriales “literarias” del grupo, localicé las dianas, envié algunos correos electrónicos para actualizar mi recuerdo en mis futuros y posibles interlocutores. Telefoneé, hablé de literatura. Y finalmente, llamé a Bruno.
Lo cité en mi despacho. Aunque mi desempeño son las finanzas y la logística, conseguí que tuviera un aspecto lo más literario posible. No me atreví a reemplazar el diploma de la EFQM por un retrato de Poe, pero coloqué al descuido por la estantería un volumen de cuentos de Chéjov y las Retahílas de Martín Gaite.
Cuando mi amigo entró al despacho, encontró en una esquina de mi mesa, como apremiando para que se las llevara, sus tres novelas en duplicado ejemplar, dentro de su bolsa original de copistería.
– Mira, Bruno... –y le hice una larga pausa como quien va a dar malas noticias–, ya sabes cómo funciona esto. El Premio.., en fin, lo que te digo es muy confidencial, está más que decidido.
– ¿Y editar? Yo solo quiero publicar, llegar a los lectores.
– La posibilidad de hacerte un hueco en la cartera de novedades para los próximos años es prácticamente nula
– Sé que eso –señalaba el paquete en la esquina– es bueno, y bastará ponerlo en librerías para que se lea.
– No basta ponerlo, Bruno. Hace falta un lanzamiento, marketing. No sólo anuncios. Hay que conseguir que los suplementos culturales te lo mencionen, y te lo mencionen favorablemente. Y créeme, las críticas se compran. Tú sabes mucho de literatura, y sabes qué hay muchas maneras de decir las cosas. A los críticos, si no les rindes pleitesía, te machacan. Y luego están los circuitos de presentaciones, en fin, que es muy complicado. Porque tú, Bruno, eres un desconocido, no tienes nombre. Si fueras presentador de televisión, diplomático, ex–ministro... Hombre, o si fueras alguien de la casa...
– Pero tú... –Bruno sabía que lo que seguía era una súplica. La amistad que viene de la infancia hace que nos sintamos raros al volver a encontrarnos. Tratamos de reconstruir lo conocido, las mutuas posturas, pero no encajan, no se acoplan. Ha pasado más de una década.
– Reconozco –le interrumpí–, es vergonzoso decirlo, pero a mí me sería posible publicar una novela con mi nombre, porque aquí me conocen, y puedo pasar los filtros más difíciles hasta llegar a quien efectivamente decide. Pero no me dedico a ello. Me gusta más leer que escribir, aunque ya sabes, uno nunca lo deja del todo. En fin, es una pena, una mera cuestión de nombre. Porque calidad, tus novelas la tienen.
– ¿Las has leído?
– Sí. Hombre, ésa de... –hice una pausa recordando el título– “Los sueños veloces”, es un poco experimental, atrevida. Quizás a un novel no se le permita tanto y no sea lo mejor para empezar una carrera literaria. Ya sabes, los comienzos, romper el muro, te ha de costar sangre.
Bruno tenía una chispa en los ojos.
– ¿Recuerdas aquella vez que intercambiamos las redacciones?
La verdad es que era de lo que más me acordaba, pero me revolví inquieto al mencionarlo él.
– Podrías hacerme ese favor, darles salida a mis novelas con tu nombre.
– Pero eso...
– Yo no quiero más que verlas circulando. Me duele sólo de pensar que nadie las lee.
– Es complicado, Bruno. Se supone que te fías de mí, que no me quedaré con los derechos de autor, que...
– ¡Ojalá haya botín para repartirse! Si tal hubiera, tú te merecerías tu parte como “agente literario” mío, digamos.
Y así hicimos. Me pasó los archivos. Imprimí, hice copias, registré en Safe Creative y en el RPI. Y cuando me convencí de que tenía el completo control de la obra, sin trampa ni cartón, entré a saco a un par de editores de la casa. Se sorprendieron. Un financiero literato en la empresa que se ocupa de la logística. No pudieron dejar de empezar a leer. El resto lo consiguió la obra por sí misma. Publicamos.
La noticia fue una gran alegría para Bruno. Dinero no reportaba, pero conseguí que una de las editoriales del grupo le pasara un par de libros para traducir del alemán. Si funcionaba, Bruno tendría una fuente de ingresos regular. Y Bruno sabía alemán sobradamente, parece. No solo había sido Erasmus en aquel país, sino que se quedó unos años viviendo, ganándose la vida como guía turístico para españoles.
A la primera novela siguió la segunda. Luego, un libro de relatos. El dinero empezó a fluir, no en mucha cantidad, pero yo quise anticiparme a los problemas. Cree una empresa de gestión literaria: su única ocupación, mis derechos de autor y sus traducciones, cuyo precio, cada vez más alto, iba en consonancia con la venta de las dos novelas y el libro de relatos. Y llegó el momento, porque las carreras literarias tienen un proceso y toca cuando toca, de que nos dieran uno de los premios gordos. Habíamos presentado “La velocidad de los sueños” (le cambiamos el título), a nuestro editor. Se apalabró que a ésa le tocaría el premio, y así fue: ganó.
Para entonces, yo ya había dejado mi puesto de director financiero. El circuito literario me mantenía ocupado: firmas de libros, charlas, mesas redondas, cursos de verano... Todo esto generaba unos ingresos accesorios a la obra, pero no desdeñables y que yo desde luego me embolsaba en su totalidad.
Bruno empezó a seguirme a través de los medios, de internet, de la prensa. En alguna ocasión, en Madrid, asistió en persona a mis presentaciones. A los dos años empezó a ponerse quisquilloso. Me reprochaba que lo que yo había dicho no correspondía con la obra, no la reflejaba, o era una simpleza. Yo trataba de hacerle entender que en esos actos lo que importa no es lo que se dice, sino la puesta en escena, el estar ahí, firmar libros, tener al lado al crítico del Babelia o de El cultural. Como las colaboraciones en los suplementos semanales: una vez que te has hecho un nombre, cualquier simpleza que escribas vale.
Bruno desapareció. Se marchó. Traté de averiguar por el banco donde podía estar, por las operaciones de su tarjeta, por sus facturas. Pero había limpiado la cuenta. Volatilizado.
Mantuve la agencia funcionando, seguí escribiendo colaboraciones. A fin de cuentas, son cosas que nadie lee, en la que lo que importa es la firma. E inicié yo una nueva novela, aquella de la que tenía ochenta páginas. Si Bruno se había creído que sin él me hundiría, le demostraría, allá donde estuviera, que soy lo bastante buen escritor como para pergeñar una novela, y que una vez conseguido el nombre, los lectores me aplaudirán.
Y así ha sido. La novela ha funcionado. Algún crítico del grupo editorial rival ha deslizado algún comentario insidioso entre líneas, pero la novela está ahí, y también la cifra de ventas que le acompaña.
Todo estaría bien de no ser por esa maldita periodista, o investigadora, o profesora. Se me ha presentado dos veces en el despacho, y está hurgando donde no debe sin saber qué. Insiste en preguntarme los motivos del cambio, como si no le bastara lo que tantas veces he repetido: que eran obras de juventud, y que ahora estoy alcanzando la madurez narrativa.
(continúa en Alma de Negro)
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