Alma de negro (El libro del Buen Autor II)

(continuación de Negro del Alma)

Fuimos juntos al colegio. Como muchos adolescentes, desarrollamos una torrencial vocación por la escritura que desaguaba en las páginas de un diario presuntamente secreto, pero escrito para ser exhibido. Alguna vez lo hicimos entre nosotros, y nos reíamos nerviosamente al vernos reflejado el uno en la mirada del otro. Palabras mayores eran las redacciones escolares. Se me daba bien aquel banco de pruebas del arte literario, y el profesor, que era nuestro referente, me premiaba con las mejores notas.
Escribir me resulta fácil. Yo no sueño o fantaseo de la misma manera que los demás. No me ausento, no me abandono, no dejo vagar la mente entre imágenes, escenas y pensamientos deslavazados. Yo compongo frases y párrafos, enhebro, hilo. Mi necesidad de arquitectura, de cohesión, es obsesiva, y quizás me viene de mi temprana afición al ajedrez, que me llevaba a resolver problemas, continuaciones y finales incluso en el más profundo de los sueños. Por eso, en la duermevela de una noche, mi mente crea formas literarias, ensarta metáforas, comparaciones y argumentos prolijos. He llegado a componer páginas completas en mi memoria durmiente, entre vuelta y vuelta de almohada desde las cuatro a las cinco de la madrugada. Páginas que no olvido, aunque tarde horas en ponerlas por escrito, pues en cuanto empiezo, todo el texto fluye con la necesidad de un orden lógico, apretado. La gloria de un texto es que cada palabra lleve a la siguiente, y que su encadenamiento sea tan exacto que la falta de una sola de ellas sea tan evidente como la pieza que deja incompleto un puzle.
Cándido siempre me sirvió de oyente disfrazado de interlocutor. Quizás por eso él pensaba que mis redacciones se habían fraguado entre nosotros, en el aparte que hacíamos en el recreo mientras comíamos nuestro bocadillo, o en esos momentos de oscuridad de la noche en los que el flexo de estudio iluminaba cegadoramente la mesa entre nosotros. Luz en la oscuridad, eso es la escritura.
Una vez probamos a intercambiar nuestras redacciones. La puntuación que recibieran no me importaba, porque yo iba sobrado en los parciales y sabía que la redacción de Cándido sería suficiente para mantener alta la nota. Lo que yo había querido escribir, escrito estaba, y lo había leído Cándido, y después lo leería el profesor. Ese era el problema de nuestras redacciones: que no tenían más lectores que nosotros mismos y el profesor. A los compañeros de clase, la verdad, lo único que les importaba era la nota.
El profesor felicitó a Cándido delante de todos, y a mí me miró de forma especial. Estoy seguro de que reconoció cuál era mi texto. No sé qué composición de lugar se haría. No había motivos para lo que habíamos hecho. Cándido no necesitaba buena nota para pasar el curso, iba sobrado.

Después del colegio nos perdimos de vista. Yo hice un Erasmus en Alemania, y vagabundeé aquí y allá. Fui guía turístico en Alemania un par de años. Después, gracias a mis conocimientos de lenguas germánicas, encontré un arreglo mejor en Noruega y en Islandia. Trabajaba como un poseso durante la temporada alta, cuando el día es interminable y los viajeros del sur urbano y civilizado suben a admirar la naturaleza virginal y exótica, los fiordos con paredes verticales de centenares de metros, los glaciares inmensos, irredentos, las cascadas atronadoras, la fuerza escondida y amenazadora de los volcanes y la lava. Dedicaba el otoño, invierno y primavera a vivir de lo ahorrado, escribiendo sin parar. Las noches largas, interminables, la nieve por doquier que amortigua todos los sonidos, el frío, que recluye a personas y animales en sus abrigo, todo invita a la escritura en soledad. Demasiada soledad. Volví.

Porque escribir requiere un lector referente. Tienes que inventártelo, imaginártelo, suponerlo. Sin nadie a quien dirigirte, la escritura no sale. Quizás era ese el papel que Cándido y el profesor hacían para mí en los años escolares. Pero claro, sueñas con dirigirte a un público inmenso, tan inmenso como tus ganas de escribir.
Empecé a frecuentar las oficinas de correos enviando originales a concursos y editoriales. Siempre he sospechado que los empleados de Correos adivinan las más íntimas aspiraciones del que llega al mostrador por el tipo de correspondencia o paquete que deja. Obviamente, también por la dirección a la que remiten. A veces, me dio por imaginar que ellos eran los más capacitados para valorar la literatura que se propone: por el peso, por el cuidado con el que se ha empaquetado la obra, por el rostro y la figura del que pide en ventanilla sellos y franqueo para su apuesta literaria.
Un día cogí el metro y la totalidad de mi producción novelística, que ya sumaba tres títulos, y me fui en persona a la sede de Alfaguara. Literatura de peso. Por ocho euros y noventa y cinco céntimos, Correos lo podía hacer por mí. Pero me apetecía ver qué clase de templo o palacio era tan orgulloso que no me dejaba entrar en él. O quizás pensaba que hacerlo en persona era golpear más fuerte pidiendo la entrada.

Algo de premonitorio debía tener aquel gesto mío para que en la boca del Metro me tropezara con Cándido. Doce años sin saber el uno del otro. Tomamos un largo café, nos contamos mutuamente la vida –ni casados, ni hijos, ni divorcios–, recordamos nuestras partidas de ajedrez, nuestras redacciones escolares. Creo que adivinó a dónde me dirigía. Siempre ha habido entre los dos un entendimiento especial. Y, ¡sorpresa entre las sorpresas!, él trabajaba en Alfaguara.
Me hubiera gustado depositar las novelas en persona en lo que me imaginaba que sería un mostrador de recepción, con una secretaria atendiendo al teléfono y a las visitas. Quizás me regodeaba en mi imagen de escritorzuelo pedigüeño, pero no pudo ser. Cándido se ofreció a hacerlo por mí. Tuve el presentimiento de que mis años oscuros llegaban a su fin.
Él ha mantenido su afición por las letras, aunque con el buen sentido de no descuidar ganarse la vida de manera práctica. Yo le transmití, con esa rabia que a veces se me apodera, mi desesperación por conseguir que otras personas leyeran mi obra. Sí, veía este reencuentro como un signo del destino y le confié mi obra.

Diez días después me llamó por teléfono. Acudí a su oficina, una de esas oficinas tópicas de empresa, con secretaria y recepción, con rótulos prefabricados de excelencia empresarial como las consignas de un cuartel o de una iglesia. Hice antesala entre paredes decoradas con lemas solemnizados con un marco y una orla que decían: “La calidad hace clientes”, “Misión, Visión, Valores”. Todo eso me entristeció: ¿qué tenía que ver yo con todo aquello, y Cándido, y yo con Cándido? Su despacho mejoró un poco esa primera impresión. En una estantería, medio escondidos, naufragaban un Chejov y unas Retahílas de Martín Gaite. Se notaba que Cándido necesitaba ponerse al día en cuanto a literatura.
En una esquina de su mesa, como esperándome para que me las llevara, estaba el voluminoso paquete, mis sesenta euros de copistería. No hacía falta que Cándido me dijera más, aunque no me casaba que se hubiera dado tanta prisa en citarme. Para un rechazo, lo normal hubiera sido que se tomara tiempo, distancia, para que la espera me hubiera cocido y ablandado. Los pedigüeños siempre enfadan. Decirles “no” es exponerse a su mirada y a sus palabras suplicantes. Por eso es mejor callar, dejar que se extinga en ellos poco a poco el fuego de la ilusión, primero, y el rescoldo de la esperanza después.
Me dijo lo que ya sabía, que los premios están concedidos de antemano, y que a una editorial no entras sin padrinos. Pero el padrino mío era él, ¿no? Entonces entendí lo que pretendía, como una mujer entiende qué intención se esconde detrás de una proposición de un hombre aparentemente inocua: me ofrecía publicar mi obra con su nombre. Satisfacer él su vanidad literaria, satisfacer yo mi necesidad de encontrar lectores y reconocimiento para mi obra. A su nombre, sí. Pero el profesor –pensé yo– siempre estará ahí, para reconocer la obra. Y accedí, dije que sí.
Cándido no eludió hablar de dinero. Durante un rato largo, le oí perorar sin interrumpirle sobre condiciones contractuales, liquidaciones de derechos, anticipos. Acepté sus propuestas económicas. Porque es justo retribuir el trabajo de gestionar la obra, imprimirla, remitirla, registrarla y, sobre todo, conseguir que se publique.
Como un anticipo, Cándido me ofreció encargarme de unas traducciones de lenguas nórdicas. Podía descansar de un trabajo que ya me agotaba: conducir, cuidar y distraer a esos niños mayores y exigentes que son los turistas de viajes organizados. Y qué mejor que me pagaran por leer con detenimiento o, a veces, ni eso. Casi todo lo que me pasaron en antiguo islandés, lo tenía tan leído que solo me faltaba mecanografiarlo al castellano. Pronto industrializamos el proceso: yo leía en voz alta, dictando o grabando lo que una mecanógrafa free lance trasladaba después a ordenador para que yo hiciera finalmente el ajuste fino sobre pantalla.
Y aquel trabajo me permitía seguir la marcha de mi obra. Escribir, escribir mucho y tranquilo. Fueron unos años maravillosos. Gané por fin el premio Alfaguara, aquel que fui a recoger en Metro, como quien dice.

Pero Cándido empezó a desmandarse, a creerse lo que no era. Que hiciera el figurón firmando libros y escribiendo dedicatorias ñoñas no me importaba. Es más, creo que merecía cobrar por ello. Es tan aburrido... Las columnas semanales en los suplementos, bueno, eso estaba a su alcance escribirlas. Cualquier redacción sobre cualquier tema o anécdota, hilado con oficio, merece estar en esas revistillas, que lo único que piden es un nombre conocido para firmarlas. Pero empezó a creerse que eso era literatura, y que tenía algo que decir acerca de mi obra. Cambió el título a la tercera novela. Una simpleza, de Los sueños veloces a La velocidad de los sueños. Debí habérselo impedido, sólo para marcar a quién pertenecía la obra, pero me pareció irrelevante. Error. Ahí comenzó todo. En las presentaciones, en las charlas, empezó a divagar, a decir sandeces. Es cierto que el mundo literario es de tal calibre que, una vez hecho un nombre, se te toleran muchas estupideces. Pero yo no, mi obra no podía tolerar aquello.

Y me marché. Tenía dinero sobrado, y me fui haciendo autostop hasta Bergen. Allí me embarqué hasta Islandia, como los viejos vikingos, en un barco bacaladero. Tengo la corazonada de que el Hekla va a comenzar a eructar, y quiero estar cerca.
Eso sí, antes de irme supe que a Cándido le perseguía una Erinia literaria. Como si nuestro profesor de literatura lo hubiera dejado marcado para siempre como impostor.


(continúa en Alma negra 1)

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