Alma negra 2 (El libro del Buen Autor III)

(continuación de Alma negra 1)

La cita fue en el mismísimo cuartel general de Planeta, en la Diagonal. Era buena señal, estaban dispuestos a colaborar aunque hubiéramos perdido ya dos días. Me encontré con Carlos quince minutos antes en una cafetería cercana. Excusó a su amigo con poco convencimiento y pasó rápido a preguntarme por el caso. Como había poco que contar, le di un briefing solapado para que no me interfiriera con el cliente.
No me intimidan los despachos con grandes vis-tas y mesa de reuniones para doce, ni los clientes en-corbatados y embadurnados de pachulí. El editor de Alguersuari no era de ésos aparentemente, pero no me la iba a pegar con su look casual.
– Cándido Alguersuari no existe. Es un nombre falso, un seudónimo como dicen ustedes, y no entien-do porqué nos encargan averiguar lo que sin duda ya saben –estaba pelín enfadada, harta también de que aquel tipo me mirara las tetas.
El editor de Alguersuari encajó mi protesta con una sonrisa de prepotencia.
– Han dado en el clavo, lo reconozco. Lo que me gusta es la rapidez con la que lo han averiguado. ¿Me podría explicar cómo han llegado a esa conclusión?
Hice un resumen de nuestras pesquisas sin resul-tado, y concluí.
– Ahora dígame el nombre de la persona que te-nemos que buscar, si es que realmente es eso lo que les interesa.
– Bruno Delgado García. Y queremos que lo en-cuentren.
– ¿Puedo preguntar por qué usar un nombre fal-so? ¿Bruno Delgado no es comercial o algo así? –pregunté.
– El autor, su nombre, su biografía, todo forma parte del producto que vendemos. Él nos lo presentó así, y nosotros aceptamos.
– Y ahora contratan un investigador privado para averiguar lo que ustedes ya sabían. Discúlpeme, pero siento que me están pagando para dejar que me tomen el pelo –Carlos hacía ya un rato que temblaba en su silla.
– Les debo una explicación. –el editor hizo un giro de cabeza para incluir a Carlos en sus disculpas ritualizadas– El problema es que después de la desaparición de Cándido, de Bruno, ya no estamos seguros de nada. Nos dijo que era un seudónimo, pero nunca tuvimos claro si él, Bruno, era una persona interpuesta entre nosotros y el auténtico escritor, Cándido. Por eso nos tranquiliza que ustedes no hayan podido descubrir un hombre detrás del nombre, detrás del pseudónimo. Queremos encontrar a Bruno. Este es nuestro segundo objetivo, una vez que ustedes han cubierto el primero.
– Bien, pues puede empezar por contarnos algo de él, ¿Cuándo fue la última vez que lo vio?, por ejem-plo.
– Es curioso que me preguntes eso, y por favor tutéame de una vez. Lo cierto es que si lo pienso bien no recuerdo haberlo visto nunca. Ahora casi todo se hace por e-mail o por teléfono, y siendo alguien de la casa había cierta confianza.
– Pero al menos se verían, os veríais, no sé, al negociar las condiciones, en alguna presentación, al firmar el contrato de edición al menos.
– No, no creas. Él sabía bien cómo funcionaban las cosas por aquí, había poco que negociar, recuerde que era financiero de la casa y sabía, sabe, cómo nos manejamos. El papeleo lo lleva administración, supongo que le llamarían a firmar o incluso puede que le entregaran las copias del contrato por correo interno, siempre estaba muy ocupado, la verdad es que aquí se echan muchas horas.
– ¿Y las fiestas, presentaciones, firmas, y todo ese rollo?
– Bueno en realidad con el primer libro no hubo nada de eso, y con el segundo tampoco se hizo promo-ción personal. Ya sabe que al final, ni cuando le dimos el premio a “La velocidad…”, ¿cómo era?, bueno da igual. No se presentó y, luego, al final terminaba esca-queándose de los actos que se preparaban. Pero cumplía con los medios escritos y era una estrellita en la radio.
– Vendía.
– Vendía, sí, era muy bueno. Y buen escritor, pa-rece.
– ¿No ha leído a su loado autor?
– Si tuviera que leerme todo lo que llega a mi mesa... Hay filtros previos, ayudantes en quienes conf-ío. Algo le he leído, naturalmente.
– Ya, ¿y él… lo leía?
– ¿Cómo?
– Si se leía a sí mismo. Ya sabe, pruebas, correc-ciones. No sé mucho de cómo funciona esto, pero creo que unas veces es la Editorial la que pone un corrector y otras es el mismo autor el que se esmera.
– Ah, claro, sí. Había un corrector de la editorial, y sé que cruzaba muchos correos con él. Por lo que me han informado, era meticuloso, quisquilloso, incluso demasiado. Hasta la última novela estuvo ahí, dejándose los ojos.
– ¿Podría darme copia de esos correos?
– Son confidenciales, pero se los facilitaremos al cuidado de su discreción profesional.
– Por supuesto.
– ¿Necesitará algo más?
– Toda prueba documental que me ayude a montar su historia me será de ayuda. Acceder a su ordenador no tendría precio.
– Mejor que eso, tengo las llaves de su aparta-mento, lo pagaba la editorial, ¿sabe?
– ¿Pero no trabajaba aquí?
– No, no, desde que se convirtió oficialmente en escritor lo hizo desde su casa al principio y desde el apartamentito cuando la cosa fue bien.
– Bien, eso será de mucha ayuda.
– Pues, si no necesita nada más de mí, mi secre-taria le facilitará todo lo que hemos hablado.
– Estaría bien tener una foto, ni en los libros ni en prensa he podido ver ni siquiera una caricatura.
– No, se cuidaba mucho de eso. Supongo que en administración tendrán alguna.
– Nada más, gracias por su tiempo. –Carlos, que había comenzado la conversación la cerró levantándo-se y estrechando la mano del editor. Yo aún tenía algo que decir.
– Una cosa más, ¿tenía Bruno un negro? –Carlos palideció, el editor se sentó de nuevo y me miró seria-mente.
– Touché. Es usted muy lista. No, no lo tenía. Al menos que supiera nadie de la casa. El problema es que uno de los críticos que nos tiene ojeriza, Gullón, uno que está en nómina de Prisa, ha empezado a insinuarlo, de momento solo entre copa y copa de vino, aunque nos tememos que lance la piedra cualquier fin de semana de éstos en el suplemento en el que escribe.
– Y una acusación así, con un escritor que voluntariamente se esconde detrás de un seudónimo, y que ahora desaparece del mundo, tendrían ustedes un enredo monumental.
– Exacto. Nosotros hemos hecho las cosas bien, todo legal, pero nadie nos creerá si Cándido–Bruno ha desaparecido. Necesitamos encontrarlo. Necesitamos a Bruno para tener a Cándido.
Carlos me cogió del codo y nos marchamos. No le gustaba que se atacara a los clientes, pero era una pregunta que había que hacer. La secretaria me en-tregó una pesada caja con la información extra y las llaves del apartamento de Cándido. Dejamos los pases de visita en recepción y salimos. Carlos, sin más, me paró un taxi desde el que envié a Marita un corto mensaje de texto: Bruno Delgado García search.

Ya en casa revisé el nuevo material. Pruebas físi-cas que corroboraban la versión oficial, eso sí: ninguna foto. Vida laboral y copias de contratos que databan los movimientos de Bruno por el Grupo Planeta, in-cluso alguna nómina que demostraba que su trabajo no estaba tan bien pagado como creí en principio. Toda relación de la editorial con Delgado termina poco antes de sacar a luz el segundo libro. Bruno presenta una carta de dimisión por motivos personales y abandona oficialmente el grupo Planeta.
En transcripciones de los correos electrónicos que se cruzó por aquella época con su editor, se men-ciona la dimisión como modo de desvincularse con Seix Barral. Bruno parece especialmente paranoico en lo que a su identidad real se refiere. Tras la dimisión aparece solamente Cándido Alguersuari, pero no directamente sino a través de una sociedad gestora de los derechos editoriales del autor. A nombre de esta entidad se realizan todos los pagos, incluidas las traducciones que Cándido realiza de lenguas nórdicas.
Llamé a Marita, que aún seguía recopilando in-formación sobre Bruno, nada relevante de momento, aunque al menos sí aparecía como persona real. Le pedí que suspendiera la búsqueda y se centrara en la gestora de los derechos: el dinero es siempre la pista más segura para llegar a los suejtos. Quedamos en reunirnos hacia las diez con comida thai que Marita, a la que siempre le caía de paso un takeaway, traería.

Al final poco pudo contarme de la gestora, salvo que se cubría muy bien las espaldas. Tributación en un paraíso fiscal muy escrupuloso en cuanto a confiden-cialidad se trataba. Habría que usar canales más espe-cializados y que cobraban por adelantado un dinero que por el momento la Agencia se ahorraría. La última vía para encontrarlo, si fallaban las demás. Así que Marita se volvió a centrar en Bruno Delgado García. Mientras ella terminaba de poner la mesa yo empecé a ojear el portátil.
Su historia casaba con la de Cándido en lo cono-cido, y rellenaba algunas lagunas. Natural de Libros, en Teruel cerca al límite con Cuenca o con Valencia o con las dos. Vamos, la España profunda profundísima. Allí pasó su infancia y primeros años de colegio. La familia, compuesta por los padres y dos hermanas diez años mayores, se mueve bastante durante los siguien-tes años por todo el territorio, su expediente académi-co está lleno de traslados. Siempre me preguntaba cómo conseguía Marita esas cosas, pero siempre con-cluía que era mejor no saberlo, como el contenido de los rollitos vietnamitas que acaparé solo para mí.
Cuando Bruno cumple los dieciocho se instalan definitivamente en la capital de la provincia, pero el chico se marcha a estudiar a la capital autonómica. Lo que ya sabíamos, tres años en económicas, ahora do-cumentalmente ubicados gracias a la Universidad de Zaragoza. Por fin, una foto de aquella época, mostraba una palidez enfermiza, un pelo ralo, una mirada dis-traída que nos observó sorber unos tallarines demasia-do especiados.
Internet no supo decirnos qué hizo Bruno durante los años transcurridos desde que dejó la universidad hasta que entró en el grupo Planeta, pero sí que en esa época mueren su madre y una de sus hermanas en un accidente de tráfico, quedando la otra en silla de ruedas. Supusimos, yam mediante, que dondequiera que estuviera el chico, volvió Teruel a hacerse cargo de la familia, pues constan varias bajas por depresión del padre, antes de acumular nóminas de Avui. Etiqueté aquel periodo como “los años oscuros” y a lo que siguió como “la época luchadora”.
Una vez en Barcelona comenzó el recorrido acreditado por el grupo Planeta, las ya conocidas in-gentes horas de trabajo más el ir y venir a Gavá donde tenía alquilada una habitación en una pensión en la zona vieja. Gastaba lo mínimo y enviaba regularmente dinero a su padre y a su hermana. Miré a Marita que sonreía al adivinar qué estaba pensando sobre cómo habría obtenido estos datos, le quité el último trozo de pato estilo Bangkok con extra de guindilla y seguí.
Finalmente, la fecha de dimisión anticipándose a la aparición del segundo libro y el regreso al pueblo donde se licencia definitivamente en económicas por la UNED, con unas notas más que dignas teniendo en cuenta que hizo dos cursos en uno. Está claro que el tipo estaba acostumbrado a trabajar como un mulo. Mientras termina los últimos exámenes le concedie-ron, bueno no a él sino a su álter ego Cándido Alguer-suari, el premio Biblioteca Breve.
Opositó a un puesto de funcionario del Gobierno de Aragón, o por lo menos aparece en una relación de inscritos aunque no consta en las pruebas posteriores ni como aprobado ni como suspenso, para acabar diri-giendo la cooperativa agraria que aglutina los esfuer-zos de su comarca natal. Marita no encontró indicios de ningún matrimonio, pero sí tiene una hija de diez años reconocida que vive con él, su padre y la hermana que sobrevivió, en Libros. La zorra de Marita se son-rió, copa de vino en mano, con una estudiada y no menos perversa pose, al ver mi cara de asombro ante el dato. Lo normal habría sido que me llamara en cuanto lo hubiera descubierto, pero no quiso privarse del placer de ver mi reacción al descubrir que lo teníamos.
La euforia duró poco. No cuadraba. Si Cándido Alguersuari era realmente Bruno Delgado, como así aseguraba el editor, ¿cuándo narices se supone que habría escrito las novelas?, y más importante aún, ¿por qué no estaba disfrutando de un dinero que evidentemente le hacía falta? Es más, durante los tres años que Cándido estuvo vendiendo libros, Bruno estuvo matándose a estudiar para terminar una carrera con idea, supuestamente, de acceder al cuerpo de economistas de su región, terminando con un empleo donde cobraba mucho menos de lo que habría de cobrar en Barcelona, no ya como escritor de éxito, si no habiendo continuado con su carrera al margen de las letras. Estaba claro que antes de comunicar nada al cliente había que ir a hablar con Bruno.
Pero antes había otro cabo suelto más cercano ¿quién había estado viviendo en el apartamento de Seix Barral durante aquellos años? Revisé los datos. La editorial había estado pagando recibos de electrici-dad, agua y gas con importes más o menos regulares durante el periodo en el que Delgado no había estado viviendo ahí, ya que había vuelto a casa. Tal vez en-contraríamos allí la pista del negro.


(continuará en Alma negra 3)


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