Alma negra 3 (El libro del Buen Autor III)

(continuación de Alma negra 2)

El apartamentito resultó ser un ático en Gracia de setenta metros cuadrados más una terraza de treinta que duplicaba el espacioso salón. Nada de esto impresionó tanto a Marita como lo que encontró en el ordenador que había en una esquina del único dormitorio de la casa.
– Quiero uno de estos –dijo.
– ¿Tan bueno es el ordenador?
– ¿Qué..? No, es un cascajo, quiero un aparta-mento como éste.
– Y yo, pero aún no he publicado mis memorias.
– No Jimena, mira –me mostró unas ventanas que tenía abiertas de un programa que no me sonaba, pero que pronto entendí qué hacía, más o menos. Aún así me hice la tonta para que Marita me iluminara, como estaba deseando hacer.
– Con esta aplicación se controla la casa. Es un apartamento domótico, mira, todo está aquí –el icono de la ducha, las persianas, y la tele eran más aclaratorios que esa palabreja–. Puedes controlar cualquier chisme eléctrico: la tele, las persianas, el climatizador… –estuvo un rato pasando ventanas a toda velocidad– ¡Hasta puedes programar que te prepare un baño caliente!, y no hay ni que dejar el tapón de la bañera puesto, se cierra con una electroválvula.
Eché un vistazo a la habitación, donde aparte de la mesa del ordenador, sin cajones ni nada a la vista, sólo había una cama de matrimonio, un perchero de pie y un armario empotrado con algo de ropa de cama y toallas. Dejé a Marita jugueteando un poco más, recordándole qué habíamos venido a buscar: cualquier cosa que nos dijera algo sobre el escritor que vivió en este piso, ya fuera Bruno Delgado o su negro.
La verdad es que aparte del ordenador el piso no ofrecía mucho donde mirar. Parecía sacado de una revista de decoración, todo estaba limpio y en su sito. Al menos la chica de la limpieza mantenía su empleo. Y lo hacía de más de bien. Ni un libro fuera de su sitio, todos de la casa, claro. Los mandos de la tele, equipo de música, sintonizadores varios, estaban en una cajita sobre la mesita de cristal que cubría el hueco de la esquina de dos increíbles sofás de cuerazo negro. Había también una especie de marco electrónico apagado, boca arriba, en la mesa. Al cogerlo aparecieron los iconos para controlar la casa, todo un invento. Por lo demás nada, ni una mala revista o periódico viejo rompía la pulcra imagen de catálogo. La cocina, aparte de impoluta, estaba completamente vacía en lo que alimentos o bebidas se refería. Ni un trozo de queso mohoso en la nevera, ni una botella de vino olvidada en alguna estantería. Salí a la terraza más por disfrutar de las vistas que por esperar encontrar algo. Luego, mientras usaba el baño, concluí que estaba claro que alguien de la editorial ya había pasado por aquí, y si Bruno dejó algo interesante se lo habían llevado. Eso o, simplemente aquí no había vivido nadie en mucho tiempo.
Era mejor marcharse, antes de que la envidia me hiciera odiar más la suerte del paleto al que, por otro lado, ya habíamos encontrado. Volví a Marita que seguía husmeando en el ordenador. Había conectado su portátil a la torre y pasaba de un teclado al otro, a veces mirando sólo una pantalla.
– ¿Qué haces?
– Me desespero –realmente parecía alterada, pulso unas teclas, hizo unos clicks –, y me rindo.
– ¿Y…, me lo explicas?
– A ver, aparte de controlar la casa parece que este era el ordenador de trabajo del colega. He encontrado algunos archivos eliminados de lo que parecen traducciones del noruego y/o islandés, extractos de entrevistas y mails que creo ya tenemos – fui a preguntar pero no me dejó –Espera. Esto es irrelevante, podría ser de Bruno, del negro o de cualquiera.
– ¿De cualquiera?
– Sí –Marita sonrió, aquí es donde quería llevarme, abrió un programa lleno de números y letras que no me decían nada–. Esto es una especie de cliente/servidor VPN, bastante avanzado que casi paso por alto. Imagina lo bien escondido que estaba.
– ¿Uve, qué?
– VPN, da igual. Es como una especie de túnel en internet –mi cara debió ser bastante explícita–. A ver. El ordenador no se conecta a internet directamente, ni éste ni ninguno en realidad. Hay otros entre medias, ¿vale? En las grandes empresas además hay otros –mi cara seguía siendo explícita–… Vale, imagina que quieres ir al aeropuerto en transporte público –asentí–, pues tendrás que alternar metros y autobuses hasta coger el cercanías. Bien, por lo general vas de uno en otro sin problema, salvo que pierdas uno y tengas que esperar o el metro esté muy lleno, o te pierdas. Esto sería el tráfico normal en internet. Supón ahora que trabajas en una empresa que no te permite usar el cercanías. No podrías llegar al aeropuerto.
– Podría ir en taxi.
– No hay taxis… Da igual –comenzaba a desesperarse conmigo, contuve la risa– El caso es que no puedes llegar. El VPN sería…, pues eso el taxi que te lleva directamente.
– Si no hay atascos…
– Aunque los haya.
– ¿Entonces?
– Entonces, este ordenador tiene una especie de conexión directa con otro, saltándose la seguridad que las estaciones intermedias imponen.
– Y ¿qué hay al otro lado? –pregunté ya seria.
– Eso es lo que no he podido averiguar, pero sí puedo usar ese túnel para conectarme yo a este ordenador y poder controlarlo desde casa. Es más ¿crees que nos dejarían echar un ojo al ordenador que usaba en la editorial?
No necesité saber nada de la sonrisa malévola que acompañó la pregunta. Nos marchamos y antes de irnos me paré un rato con el conserje, que no estaba cuando entramos.
Lo que nos contó, con toda naturalidad y sinceridad, no tenía por qué mentirnos, nos dejó de piedra: el apartamento se solía usar para fiestas privadas o para invitados de la editorial, pero nadie lo había no ya ocupado, ni siquiera visitado, en los últimos dos años, salvo la chica que lo limpiaba dos veces por semana. Más o menos, calculé, desde que se supone que Bruno Delgado debería estar viviendo allí. Pero Bruno Delgado García, al parecer, nunca pisó el edificio. Le enseñé la foto y Juan, que así se llamaba, me aseguró que nunca había visto esa cara ni nadie parecido, y aparte de estar en la conserjería durante toda la jornada, en más de una ocasión se sacó un dinerillo extra con las fiestas de los de los libros, como los llamaba, consiguiéndoles algunas cosillas difíciles de encontrar. No se había perdido ni una, y al hombre de la foto nunca lo vio aparecer. Insistí en que la foto era de cuando era estudiante, que estaría cambiado, negó rotundamente “y entienda que me va en el oficio recordar caras”.

Estábamos, Marita y yo, pecando a golpe de tortitas con nata de postre, cuando en la pantalla del móvil apareció el nombre de Jaume justo antes de que se pusiera a vibrar, pero era Carlos quien estaba al otro lado. Había llamado el editor, quería saber si había progresos y habían quedado para el día siguiente. Yo habría preferido esperar hasta haber hablado con Bruno Delgado, pero las cosas no siempre salen como una quiere. Eso sí, aún tendría tiempo de ir a Gavá por la tarde y ver si podía sacar más en la pensión donde pasó tanto tiempo y que, intuía, Bruno no había abandonado hasta su vuelta a Teruel. Casi acerté.
Martín Marés, el dueño de la pensión, era un señor mayor, ya jubilado, pero con un aspecto al que como mucho se le achacarían cincuenta años. Es más insistió en enseñarme el carnet de identidad para confirmar sus setenta y dos años. Era coqueto, y estaba claro que le encantaba parecer veinte años más joven. Fue fácil ganármelo y hacerle hablar, cosa que parecía estar deseando.
Se acordaba de Bruno perfectamente, lo reconoció en la fotografía e incluso me enseñó una que se habían hecho el día que se fue. Un chico muy trabajador que pasaba el día fuera desde las siete de la mañana hasta las nueve o diez de la noche, a veces incluso hasta más tarde. Martín le dejaba algo de cena en la mesa de su cuarto si no daba señales de vida a las once. No es que entrara en los cuartos de sus huéspedes así como así, pero el joven pasaba tanto tiempo en la pensión, apenas salía si no era para trabajar, ni siquiera los fines de semana, que rápidamente hicieron amistad.
Martín nunca tuvo muy claro a qué se dedicaba el chico, cosas de números. Solía andar a veces con un ordenador portátil en la sala de la televisión, y muchas noches permanecía la luz encendida bajo su puerta hasta la madrugada, trabajando más aún. Me contó que apenas gastaba, y que sabía que le mandaba dinero a su familia en el pueblo, pero a Bruno no le gustaba hablar de eso.
Le pregunté por las aficiones de Bruno, si le gustaba leer… Martín comentó que, cuando no trabajaba, le gustaba ver la tele si estaba cansado, o charlar con él de cualquier trivialidad si estaba de buen humor, a veces iba algún domingo por la tarde al cine Maragall a ver una película, si había suerte y el trabajo le daba una tregua. No recordaba libros en su cuarto, tampoco haberle visto leyendo por las zonas comunes, ni siquiera la prensa.
Le apenó mucho la marcha del chico, no había vuelto a tener un huésped tan cumplidor y poco problemático. Mientras decía esto con la boca, la edad real de Martín apareció por un momento en unos ojos que sabían lo difícil que sería volver a ver a alguien de nuevo como habían visto al joven, y como éste parecía haberlos mirado a ellos. Pero antes de que la soledad llenara de arrugas su rostro de falso cincuentón, Martín me ofreció enseñarme el cuarto de Bruno, que permanecía desocupado desde que se marchara hacía un par de semanas.
¿Un par de semanas?, serían un par de años. Pero no, Bruno Delgado no había abandonado la pensión hasta hacía un par de semanas, justo cuando Cándido Alguersuari dio plantón a los contertulios de Onda Cero y no se volvió a saber de él. Insistí tanto al señor Marés que mientras echaba un ojo a la habitación, nada del otro mundo y sin noticias del portátil, fue a por el último recibo firmado con Bruno hacía dos semanas. Era posible que mantuviera la habitación en la pensión pero que no la usara. Le pregunté a Martín si Bruno seguía trabajando tanto, insinuando que creía recordar que había ascendido a un puesto importante. Marés, dijo que sí, que era cierto que el chico le comentaba de vez en cuando que le habían movido de puesto. En el último tenía que viajar bastante, a veces pasaba dos o tres días sin pisar la pensión, o regresaba de noche y salía antes del amanecer, sin apenas dormir, trabajando siempre en el ordenador que parecía una parte más de su cuerpo.
Bien, las piezas comenzaban a encajar aunque seguían pareciendo de puzzles distintos. Le pedí que me describiera el portátil, si era de la empresa o de Bruno. Este punto no me lo pudo aclarar, pero por lo que me contó deduje que quera un Compaq negro de quince pulgadas, algo de lo más común, salvo por que tenía una esquina partida, por la que se le veían las tripas al viejo cacharro. Me acordé de lo que había dicho Marita y le pregunté si recordaba que el ordenador tuviera internet. Rotundamente no, en la pensión no tenían y además algún otro huésped le había preguntado a Bruno si podía usar su portátil para mirar no sabía qué cosa de unos correos y el chico dijo que tenía la antena quemada, que en su ordenador no entraba nadie más que él. Parecía muy celoso del cacharro, tuvo alguna otra salida de tono a cuenta del aparato, las únicas veces que Martín lo viera en guardia. Al buen hombre le parecía bien este cuidado, al fin y al cabo era una herramienta de trabajo y con las lentejas no se juega.
Definitivamente fue una visita más que productiva. Parecía que finalmente Cándido Alguersuari sí era el autor de sus novelas. Bruno podría haberlas escrito en las sesiones maratonianas de fin de semana y noches en vela. Sin embargo seguía habiendo sinsentidos. Sí, había que visitarlo.

Lo que esa noche encontré rebuscando entre la basura recolectada por Marita en el ordenador del apartamento me hizo saltar hasta el techo para luego hacerme sentir los ecos de una carcajada diabólica. Dentro del lápiz que me había pasado Marita, entre traducciones de Sagas islandesas y cosas sin importancia, había dos confesiones–relato. Los archivos estaban dañados, había párrafos enteros ilegibles y caracteres extraños salpicando todo el archivo, pero el sentido de los textos era más que evidente. En una de ellas, Cándido Alguersuari contaba cómo había interpuesto sus buenos oficios para conseguir publicar la obra de Bruno, a cambio de que fuera su nombre el que figurara en las portadas. En la otra, Bruno ratificaba de pe a pa la anterior declaración de Cándido y se descubría como su negro. El vértigo se apoderó de mí. Recompuse la situación. ¿Qué era aquello? Algo escrito por Bruno Delgado, claro. No estaba firmado, pero estaba en su ordenador, junto con otros documentos aparentemente suyos. ¿Con qué intención? ¿La de una mente retorcida que crea un Cándido Alguersuari de ficción, un seudónimo, para luego esconderse detrás de él como su negro? ¿Para tapar a una tercera identidad, el negro real?
La carcajada la oí al caer en cuenta que aunque ambas confesiones utilizaban los nombres reales de Cándido y Alguersuari, y los títulos reales de sus obras, dislocaban acerca de la editorial, pues se referían en todo momento a Alfaguara en lugar de a Seix Barral. Era una broma. O no. ¿Qué quería decir Cándido–Bruno con aquellas confesiones? ¿Y a quien se dirigía?
Miré la fecha de creación y la fecha de última modificación: hacía tres meses. Llamé a Marita:
– Todo lo que me has pasado en el lápiz, estaba borrado en el ordenador de Bruno, ¿no?
– Borrado, borradísimo. No lo rescaté de la papelera precisamente
– ¿Y se borró todo a la vez, el mismo día? ¿Sabemos cuándo se borró?
– Hace veintiún días.
Tres semanas antes Alguersuari ya estaba missing. El encargo nos había llegado hacía once días. La sospecha de que la gente de la Editorial, o alguien, había ido delante de nosotros emborronándolo todo, se sumó al desconcierto que me habían producido las confesiones.
Fui al baño. La ducha y las abluciones rituales me sirven como esos paseos abstractivos sin rumbo ni dirección con los que la mayoría de las personas propician la meditación y la reflexión. Claro que a veces me he puesto crema hidratante en el cepillo de dientes. De pronto, me sorprendí con los dedos amoratados por el hilo dental, inmovilizada delante del espejo y sin verme, pensando que debería leer las novelas de Alguersuari para saber qué clase de hombre era el que buscábamos.
Rebusqué la novela que sabía que tenía por algún sitio, y me fui a la cama con ella. A las tres de la madrugada apagaba la luz pensando qué poco cuadraba todo aquello que iba leyendo con el capullo vestido de casual de la Avenida Diagonal 662–664.



(continuará en Alma negra 4)


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