Alma negra 4 (El libro del Buen Autor III)

(continuación de Alma negra 3)

Se me olvidó avisar a Carlos de que Marita asis-tiría a la reunión con el editor. La cara del guarda de seguridad que controlaba los tornos era una mezcla de desagrado por la sorpresa y de desesperada paciencia ante una informalidad que debía ser bastante habitual. Tenía los pases listos para dos visitas, así que tuvimos que esperar a que preparara otro en lo que bajaba al-guien a recibirnos y confirmar que Marita podría pa-sar. Se excusó con que las normas eran muy estrictas. Poco después llegó la secretaria que ya conocíamos, le cambiamos los carnets de identidad por tres pases y pudimos subir sin más problema. Por el camino nos comentó aburrida que desde hacía unos años la para-noia con la seguridad era una lata diaria. Marita le dio cuerda:
– Y no es para menos. Aunque hoy día donde habría que poner los seguratas es en internet, y no en las puertas de los edificios.
– Aquí están en los dos lados. El acceso a inter-net se ha restringido a las páginas del grupo y al por-tal del empleado. Y el correo... –la secretaria calló, como si se diera cuenta de que había hablado demasiado.
– ¿Se controla?
– Hombre, oficialmente no. Pero se pasó una circular advirtiendo que solo debía usarse para asuntos de trabajo, y no creo que fuera para quedarse en eso nada más. No sé, no entiendo de esas cosas.
Cuatro segundos de silencio y llegamos a la planta que ya conocíamos, pero en lugar de ir hacia el despacho del editor nos condujo a una sala de reunio-nes donde nos pidió que esperáramos un momento y nos ofreció unos cafés antes de marcharse.
Poco después volvió con el editor y tres personas más: una abogada del departamento legal, un técnico del departamento de informática y Casandra, de la que no se mencionó cargo alguno. No entendimos muy bien a qué tanto despliegue. Tras las presentaciones ya sentados, el editor fue directo al grano.
– ¿Han encontrado a Cándido Alguersuari? –La formalidad, tal vez por la presencia de los otros tres invitados, chocaba con la supuesta cordialidad del an-terior encuentro.
– Querrá decir a Bruno Delgado García –dijo Marita, para darse cuenta inmediatamente de que era mejor que Carlos y yo lleváramos la conversación, de momento. Proseguí yo.
– Hemos encontrado a Bruno Delgado, el finan-ciero –la expresión del editor confirmó que mis sospe-chas iban por buen camino–. Pero aún no estamos seguros de haber encontrado a Cándido Alguersuari, la estrella mediática.
– Continúe, por favor.
– Por lo que hemos podido averiguar, y como verá en el informe que les pasará mi compañero, la vida de Bruno ha sido una maratón laboral, y no sólo durante el periodo que pasó entre sus filas. Eso no quita para que no pudiera escribir por las noches o durante los fines de semana, e incluso quizá que tuviera al menos gran parte del material listo durante el periodo de tiempo que pasó cuidando a su hermana y su padre antes de venir a Barcelona. No hemos encontrado ninguna pista que pudiera hacernos ver que Bruno tuviera un negro.
– Bien, eso me tranquiliza bastante –y realmente la expresión del editor se serenó.
– Pero –continué, notando como volvía a tensarse–, para ser un escritor Bruno Delgado tenía bastante desapego a la literatura. Además, nos consta que necesitaba bastante dinero para ayudar a su familia y no parece haber aprovechado las ganancias que el éxito de sus novelas le habrá reportado, ni siquiera se mudó a vivir al ático de Gracia.
– ¿Cómo que no?, pero si tenemos facturas regu-lares de agua, luz y gas –esta vez fue la abogada quien saltó.
– Díganme, ¿alguien visitó a Bruno en el par de años que vivió allí? –Carlos habló desde el fondo del asiento.
– La verdad es que creo que no. Ya le dije la otra vez que en realidad todo lo gestionábamos por teléfono o correo electrónico. Pero alguien estuvo viviendo allí ¿no?
– ¿Visitaron el piso tras la desaparición? –a Car-los, con su voz tranquila, se le daba bien el interroga-torio.
– Sí, cuando vimos que no daba señales de vida enviamos a alguien, pero no encontró nada, el piso estaba limpio, sin ropa o efectos personales, lo que nos hizo sospechar y por eso les contratamos. No tenemos investigadores en nómina.
– ¿Revisaron el ordenador? –Marita no se con-tuvo.
– Yo mismo lo hice, –el técnico fue quien con-testó – estaba también limpio, no había nada raro.
– ¿Nada?, ¿no viste el VPN? –la cara del chico se volvió roja, el resto de compañeros clavaron su mi-rada en él.
– Sí, bueno, no sé si debería… –miró la abogada que le hizo un gesto para que continuara–. El túnel lo instalé yo mismo, a petición de Cándido. Solía estar de viaje y usar un portátil así que pidió tener algo con lo que poder manejar el equipo de casa a distancia, ya que estaba conectado a la intranet con la que trabajamos todos para enviarnos ficheros y otras gestiones. Se discutió mucho, pero al final se acordó darle este privi-legio. Es un túnel vigilado de todos modos. Está todo registrado, incluso el puente que intentaste, intentas-teis montar ayer – el chico sonrió a Marita.
– ¿Y podría ver esos registros?
– De ningún modo –la abogada se mostró enér-gica.
– No te servirían de mucho –apaciguó el chico, que volvió a pedir permiso con la mirada al editor y la abogada
– Vamos, cuéntaselo todo –el editor zanjó el asunto–, al fin y al cabo firmaron una cláusula de con-fidencialidad, no pueden contar nada.–Jaume no me había informado de ese particular, tampoco me ex-trañó.
– Vale –siguió el chico–. No sabemos bien cómo, pero hemos comprobado que la dirección de destino está falseada y no hemos podido rastrearla. También hemos descubierto otros agujeros de seguridad ante-riores en varios equipos. Nada que afectara a informa-ción crítica, ni mucho menos. Pero nos llamó la aten-ción que no uno, sino varios de los equipos afectados fueron usados por Bruno Delgado en los distintos puestos que fue ocupando.
– ¿Creen que pirateó el sistema?
– Es posible, aunque por lo que sabemos sus co-nocimientos de informática se centraban en las aplica-ciones de uso común, no sabía ni configurar una im-presora de red sin ayuda.
– Eso no tiene sentido –dije al fin–. ¿Para qué haría algo así?
– No creemos que tenga que ver con él, también se han detectado en otros empleados a los que también seguían las anomalías. Pero ya digo, nada grave en cuanto a información que pudieran obtener.
– Creo que nos desviamos del tema principal –la tal Casandra habló por fin–, que es si realmente Bruno Delgado es, o no es, Cándido Alguersuari. Es más, saber qué Cándido Alguersuari es o pudo ser. Ya que al parecer Bruno Delgado no está disfrutando de los beneficios que le reportaría ser el Cándido mediático y que al parecer le hacen falta, si bien cabe la posibilidad de que realmente sea el Alguersuari escritor. ¿Correc-to? –hizo una pausa y continúo– Entonces, en este particular ¿cuál es su opinión a falta de pruebas con-cluyentes?
– Yo creo –había sido demasiado directa–, a falta aún de entrevistarme con el señor Delgado –me sentí obligada a mojarme–, que aunque es posible que escribiera las novelas lo veo poco probable, y que nada tiene que ver con la imagen que se auto–retrata en prensa y radio.
De las dos “confesiones” recuperadas del ordena-dor del apartamento no dije nada. Si las conocían y no las habían mencionado, es porque no esperaban que las encontráramos nosotros. Y si no las conocían, ya lle-garía el momento de enseñárselas, cuando supiera qué sentido tenían.
– Además –añadió Carlos–, creo que es más que evidente que el autor de las tres primeras novelas no tiene nada que ver con el Cándido Alguersuari público ni con quien quiera que escribiera el cuarto libro. –Me dejó sorprendida, sacó del portafolio una segunda car-peta con un informe técnico sobre las obras de Cándi-do. Estaba claro que había descuidado esa parte de la investigación, por suerte Carlos me cubrió, como en realidad siempre había hecho. Al entregarme una copia me sonrió pidiendo una vez más disculpas.
– Vaya, este informe es muy completo –el editor no despegaba los ojos del texto.
– Podemos refutarlo –la abogada hizo varias anotaciones en un pequeño cuaderno.
– Esto era de esperar, no se ofusquen –Casandra trató de calmarlos–, lo importante es encontrar a quien buscamos.
– Y – Marita volvió a dejarse llevar –realmente, ¿a cuál de los tres buscan?
El técnico sonrió por lo bajo, los demás fingieron no haber oído nada más. El editor cerró el informe de Carlos y lo dejó junto con el mío, dando por terminada la reunión hasta la que debería ser la última tras haber visitado a Bruno.
La secretaria del editor nos acompañó hasta la salida. Era la hora de comer y había bastante trasiego en la salida. Mientras entregábamos las tarjetas un grito nos dejó fríos a los tres.
– ¡Hasta luego, Alguersuari!
– ¡Hasta luego! –fue el guardia de seguridad el que contestó, el chico se sorprendió con seis pares de ojos fijos en él.
– ¿Alguersuari? –No hay hombre que se resista al súbito e inexplicado interés de una mujer por él– ¿No me diga que se llama usted Alguersuari como nuestro famoso...?
– Bah, me parezco algo. Pero como soy aficiona-do al slot...
– ¿Slot?
– Scalextric. Cochecitos. Corro en un equipo de slot, una pequeña frikada. Nos patrocina una tienda de slot y todos los meses vamos a algún sitio a correr, incluso a Italia y Alemania.
– ¿Y eso qué tiene que ver con Alguersuari?
– Pues eso, por el piloto de Fórmula Uno –tecleó algo en el ordenador y nos devolvió los carnets– Ya está, perdonen las molestias. Buenos días.
Una vez fuera del edificio, le pregunté a Marita.
– ¿Qué probabilidades hay de que les haya pasa-do desapercibido todo lo que encontraste en el ordenador del apartamento?
– Ninguna. Lo borraron ellos.
– ¿Y si ya estaba borrado de antemano?
– Con la paranoia que parece que tienen, también lo habrían encontrado, supongo.
– Y entonces, ¿por qué no nos han dicho nada? –yo miraba a Carlos, que era el que tenía el contacto con el cliente.
– Nos pagan para hacer lo que nos pide el clien-te, no para entenderlo.



(continuará en Alma negra 5)


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